jueves, 2 de diciembre de 2010

Discurso de Clara Campoamor en las Cortes el 1 de octubre de 1931, pidiendo el derecho al voto de las mujeres


Logró el derecho al voto de las mujeres españolas
Señores diputados: lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en trance de negar la capacidad inicial de la mujer. Creo que por su pensamiento ha debido de pasar, en alguna forma, la amarga frase de Anatole France cuando nos habla de aquellos socialistas que, forzados por la necesidad, iban al Parlamento a legislar contra los suyos.
Respecto a la serie de afirmaciones que se han hecho esta tarde contra el voto de la mujer, he de decir, con toda la consideración necesaria, que no están apoyadas en la realidad. Tomemos al azar algunas de ellas. ¿Que cuándo las mujeres se han levantado para protestar de la guerra de Marruecos? Primero: ¿y por qué no los hombres? Segundo: ¿quién protestó y se levantó en Zaragoza cuando la guerra de Cuba más que las mujeres? ¿Quién nutrió la manifestación pro responsabilidades del Ateneo, con motivo del desastre de Annual, más que las mujeres, que iban en mayor número que los hombres?
¡Las mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y de las mujeres universitarias no está cantando su capacidad? Además, al hablar de las mujeres obreras y universitarias, ¿se va a ignorar a todas las que no pertenecen a una clase ni a la otra? ¿No sufren éstas las consecuencias de la legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma forma que las otras y que los varones? ¿No refluye sobre ellas toda la consecuencia de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos, pero solamente dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? Y ¿por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y han de ponerse en un lazareto los de la mujer?
Pero, además, señores diputados, los que votasteis por la República, y a quienes os votaron los republicanos, meditad un momento y decid si habéis votado solos, si os votaron sólo los hombres. ¿Ha estado ausente del voto la mujer? Pues entonces, si afirmáis que la mujer no influye para nada en la vida política del hombre, estáis -fijaos bien- afirmando su personalidad, afirmando la resistencia a acatarlos. ¿Y es en nombre de esa personalidad, que con vuestra repulsa reconocéis y declaráis, por lo que cerráis las puertas a la mujer en materia electoral? ¿Es que tenéis derecho a hacer eso? No; tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como ese poder no podéis seguir detentándolo.
No se trata aquí esta cuestión desde el punto de vista del principio, que harto claro está, y en vuestras conciencias repercute, que es un problema de ética, de pura ética reconocer a la mujer, ser humano, todos sus derechos, porque ya desde Fitche, en 1796, se ha aceptado, en principio también, el postulado de que sólo aquel que no considere a la mujer un ser humano es capaz de afirmar que todos los derechos del hombre y del ciudadano no deben ser los mismos para la mujer que para el hombre. Y en el Parlamento francés, en 1848, Victor Considerant se levantó para decir que una Constitución que concede el voto al mendigo, al doméstico y al analfabeto -que en España existe- no puede negárselo a la mujer. No es desde el punto de vista del principio, es desde el temor que aquí se ha expuesto, fuera del ámbito del principio -cosa dolorosa para un abogado-, como se puede venir a discutir el derecho de la mujer a que sea reconocido en la Constitución el de sufragio. Y desde el punto de vista práctico, utilitario, ¿de qué acusáis a la mujer? ¿Es de ignorancia? Pues yo no puedo, por enojosas que sean las estadísticas, dejar de referirme a un estudio del señor Luzuriaga acerca del analfabetismo en España.
Hace él un estudio cíclico desde 1868 hasta el año 1910, nada más, porque las estadísticas van muy lentamente y no hay en España otras. ¿Y sabéis lo que dice esa estadística? Pues dice que, tomando los números globales en el ciclo de 1860 a 1910, se observa que mientras el número total de analfabetos varones, lejos de disminuir, ha aumentado en 73.082, el de la mujer analfabeta ha disminuido en 48.098; y refiriéndose a la proporcionalidad del analfabetismo en la población global, la disminución en los varones es sólo de 12,7 por cien, en tanto que en las hembras es del 20,2 por cien. Esto quiere decir simplemente que la disminución del analfabetismo es más rápida en las mujeres que en los hombres y que de continuar ese proceso de disminución en los dos sexos, no sólo llegarán a alcanzar las mujeres el grado de cultura elemental de los hombres, sino que lo sobrepasarán. Eso en 1910. Y desde 1910 ha seguido la curva ascendente, y la mujer, hoy día, es menos analfabeta que el varón. No es, pues, desde el punto de vista de la ignorancia desde el que se puede negar a la mujer la entrada en la obtención de este derecho.
Otra cosa, además, al varón que ha de votar. No olvidéis que no sois hijos de varón tan sólo, sino que se reúne en vosotros el producto de los dos sexos. En ausencia mía y leyendo el diario de sesiones, pude ver en él que un doctor hablaba aquí de que no había ecuación posible y, con espíritu heredado de Moebius y Aristóteles, declaraba la incapacidad de la mujer.
A eso, un solo argumento: aunque no queráis y si por acaso admitís la incapacidad femenina, votáis con la mitad de vuestro ser incapaz. Yo y todas las mujeres a quienes represento queremos votar con nuestra mitad masculina, porque no hay degeneración de sexos, porque todos somos hijos de hombre y mujer y recibimos por igual las dos partes de nuestro ser, argumento que han desarrollado los biólogos. Somos producto de dos seres; no hay incapacidad posible de vosotros a mí, ni de mí a vosotros.
Desconocer esto es negar la realidad evidente. Negadlo si queréis; sois libres de ello, pero sólo en virtud de un derecho que habéis (perdonadme la palabra, que digo sólo por su claridad y no con espíritu agresivo) detentado, porque os disteis a vosotros mismos las leyes; pero no porque tengáis un derecho natural para poner al margen a la mujer.
Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino.
No dejéis a la mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la dictadura; no dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está en el comunismo. No cometáis, señores diputados, ese error político de gravísimas consecuencias. Salváis a la República, ayudáis a la República atrayéndoos y sumándoos esa fuerza que espera ansiosa el momento de su redención.
Cada uno habla en virtud de una experiencia y yo os hablo en nombre de la mía propia. Yo soy diputado por la provincia de Madrid; la he recorrido, no sólo en cumplimiento de mi deber, sino por cariño, y muchas veces, siempre, he visto que a los actos públicos acudía una concurrencia femenina muy superior a la masculina, y he visto en los ojos de esas mujeres la esperanza de redención, he visto el deseo de ayudar a la República, he visto la pasión y la emoción que ponen en sus ideales. La mujer española espera hoy de la República la redención suya y la redención del hijo. No cometáis un error histórico que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar al dejar al margen de la República a la mujer, que representa una fuerza nueva, una fuerza joven; que ha sido simpatía y apoyo para los hombres que estaban en las cárceles; que ha sufrido en muchos casos como vosotros mismos, y que está anhelante, aplicándose a sí misma la frase de Humboldt de que la única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos es caminar dentro de ella.
Señores diputados, he pronunciado mis últimas palabras en este debate. Perdonadme si os molesté, considero que es mi convicción la que habla; que ante un ideal lo defendería hasta la muerte; que pondría, como dije ayer, la cabeza y el corazón en el platillo de la balanza, de igual modo Breno colocó su espada, para que se inclinara en favor del voto de la mujer, y que además sigo pensando, y no por vanidad, sino por íntima convicción, que nadie como yo sirve en estos momentos a la República española.

Discurso ante las Cortes sobre el voto femenino de Victoria Kent


La Srta. KENT: Señores Diputados, pido en este momento a la Cámara atención respetuosa para el problema que aquí se debate, porque estimo que no es problema nimio, ni problema que debemos pasar a la ligera; se discute, en este momento, el voto femenino y es significativo que una mujer como yo, que no hago más que rendir un culto fervoroso al trabajo, se levante en la tarde de hoy a decir a la Cámara, sencillamente, que creo que el voto femenino debe aplazarse. (Muy bien.- Aplausos) Que creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española. (Muy bien.) Lo dice una mujer que, en el momento crítico de decirlo, renuncia a un ideal. (El Sr. Guerra del Río: Los cavernícolas hablan de pastel.) Quiero significar a la Cámara que el hecho de que dos mujeres, que se encuentran aquí reunidas, opinen de manera diferente, no significa absolutamente nada, porque, dentro de los mismos partidos y de las mismas ideologías, hay opiniones diferentes. Tal ocurre en el partido radical, donde la Srta. Campoamor figura, y el Sr. Guerra del Río también. Por tanto, no creo que esto sea motivo para esgrimirlo en un tono un poco satírico, y que a este problema hay que considerarle en su entraña y no en su superficie.

En este momento vamos a dar o negar el voto a más de la mitad de los individuos españoles y es preciso que las personas que sienten el fervor republicano (Muy bien). , el fervor democrático y liberal republicano nos levantemos aquí para decir: es necesario aplazar el voto femenino. (Muy bien). Y es necesario Sres. Diputados aplazar el voto femenino, porque yo necesitaría ver, para variar de criterio, a las madres en la calle pidiendo escuelas para sus hijos; yo necesitaría haber visto en la calle a las madres prohibiendo que sus hijos fueran a Marruecos; yo necesitaría ver a las mujeres españolas unidas todas pidiendo lo que es indispensable para la salud y la cultura de sus hijos. Por eso Sres. diputados, por creer que con ello sirvo a la República, como creo que la he servido en la modestia de mis alcances, como me he comprometido a servirla mientras viva, por este estado de conciencia es por lo que me levanto en esta tarde a pedir a la Cámara que despierte la conciencia republicana, que avive la fe liberal y democrática y que aplace el voto para la mujer. Lo pido porque no es que con ello merme en lo más mínimo la capacidad de la mujer; no, Sres. Diputados, no es cuestión de capacidad; es cuestión de oportunidad para la República. Por esto pido el aplazamiento del voto femenino o su condicionalidad; pero si condicionamos el voto de la mujer, quizás pudiéramos cometer alguna injusticia. Si aplazamos el voto femenino no se comete injusticia alguna, a mi juicio. Entiendo que la mujer, para encariñarse con un ideal, necesita algún tiempo de convivencia con la República; que vean las mujeres que la República ha traído a España lo que no trajo la monarquía: esas veinte mil escuelas de que nos hablaba esta mañana el Ministro de Instrucción pública, esos laboratorios, esas Universidades populares, esos Centros de cultura donde la mujer pueda depositar a sus hijos para haberlos verdaderos ciudadanos.

Cuando transcurran unos años y vea la mujer los frutos de la República y recoja la mujer en la educación y en la vida de sus hijos los frutos de la República, el fruto de esta República en la que se está laborando con este ardor y con este desprendimiento, cuando la mujer española se dé cuenta de que sólo en la República están garantizados los derechos de ciudadanía de sus hijos, de que sólo la República ha traído a su hogar el pan que la monarquía no les había dejado, entonces, Sres. Diputados, la mujer será la más ferviente, la más ardiente defensora de la República; pero, en estos momentos, cuando acaba de recibir el Sr. Presidente firmas de mujeres españolas que, con su buena fe, creen en los instantes actuales que los ideales de España deben ir por otro camino, cuando yo deseaba fervorosamente unos millares de firmas de mujeres españolas de adhesión a la República (La Srta. Campoamor: Han venido.), cuando yo deseaba miles de firmas y miles de mujeres en la calle gritando "¡Viva la República!" y "'Viva el Gobierno de la República!", cuando yo pedía que aquella caravana de mujeres españolas que iban a rendir un tributo a Primo de Rivera tuviera una compensación de estas mismas mujeres españolas a favor de la República, he de confesar humildemente que no la he visto, que yo no puedo juzgar a las mujeres españolas por estas muchachas universitarias que estuvieron en la cárcel, honra de la juventud escolar femenina, porque no fueron más que cuatro muchachas estudiantes. No puedo juzgar tampoco a la mujer española por estas obreras que dejan su trabajo diariamente para sostener, con su marido, su hogar. Si las mujeres españolas fueran todas obreras, si las mujeres españolas hubiesen atravesado ya un periodo universitario y estuvieran liberadas en su conciencia, yo me levantaría hoy frente a toda la Cámara para pedir el voto femenino. (Muy bien.- Aplausos.)

Pero en estas horas yo me levanto justamente para decir lo contrario y decirlo con toda la valentía de mi espíritu, afrontando el juicio que de mí puedan formar las mujeres que no tengan ese fervor y estos sentimientos republicanos que creo tener. Es por esto por lo que claramente me levanto a decir a la Cámara: o la condicionalidad del voto o su aplazamiento; creo que su aplazamiento sería más beneficioso, porque lo juzgo más justo, como asimismo que, después de unos años de estar con la República, de convivir con la República, de luchar por la República y de apreciar los beneficios de la República, tendríais en la mujer el defensor más entusiasta de la República. Por hoy, Sres. Diputados, es peligroso conceder el voto a la mujer. Yo no puedo sentarme sin que quede claro mi pensamiento y mi sentimiento y sin salvar absolutamente para lo sucesivo mi conciencia. He ahí lo que quería exponer a la Cámara.(Grandes aplausos.)

Chomsky en bufón de Chávez - Octavio Alberola


Chomsky en bufón de Chávez - Octavio Alberola

25 OCTUBRE 2009

Contrariamente a lo que muchos piensan, la capacidad de creer en falacias y aceptar ciegamente una ficción, por ficticia y grotesca que ésta sea, no es atributo de tontos e ignorantes. El famoso ensayista Noam Chomsky nos acaba de mostrar que también intelectuales cultivados, inteligentes y perspicaces pueden volverse crédulos y aceptar conductas y actuaciones políticas a todas luces demagógicas, falaces y autoritarias. Creerlo o por lo menos simularlo.
Claro que no es nada nuevo ver a un intelectual de alto rango caer en tal contradicción. Ya con la Unión Soviética y la China maoísta tuvimos el irracional fenómeno de los “compañeros de viaje”… Esos intelectuales que creyeron -muchos de ellos de buena fe- en la instauración del “socialismo” y la construcción del “hombre nuevo” en esos países hasta que los hechos les obligaron a darse cuenta de lo que realmente eran esos regímenes. No obstante, aunque en muchos casos tales extravíos no estén motivados por la búsqueda de algún tipo de recompensa y parezcan sinceros, puras fatalidades antropológicas, es lógico preguntarse el porqué y el cómo de tales conductas. Y aunque lo más fácil sea pensar que es simplemente por el efecto de creencia, del que ningún ser humano -inclusive el más racional- puede permanentemente evitarlo, en el caso de Chomsky no es posible olvidar que él combatió ese efecto de creencia en el pasado.
Por eso es obligado preguntarse: ¿cómo un hombre, aparentemente capaz de razonar, de analizar críticamente lo que sucede en el mundo, puede viajar hoy a Venezuela para loar el “socialismo del siglo XXI” sin apercibirse de la mentalidad castrense de su inventor, el comandante Chávez, ni del populismo grotesco de su llamada “revolución bolivariana“?
¿Cómo puede cometer Chomsky el mismo error que cometieron, en el pasado siglo, famosos intelectuales de la época, unos loando a Stalin y otros, años más tarde, loando a Mao y su “Pequeño libro rojo“? Ellos por haber creído que en Rusia y en China se estaba construyendo el “verdadero comunismo”, y él por creer ahora que en Venezuela se está creando “un nuevo mundo, un mundo diferente”.
¿Cómo ha podido olvidar que después todos esos intelectuales se vieron obligados a hacer un mea culpa por la ceguera ideológica que les había impedido ver lo que había detrás del discurso revolucionario estalinista y maoísta? Ese totalitarismo, responsable de la muerte de millones de gentes por hambre o por persecución, que inspiró a Castro para imponer desde hace cincuenta años en Cuba una dictadura de la que Chávez es un devoto admirador.
Pero lo sorprendente en el Chomsky de estos últimos años no es sólo esta aparente amnesia histórica sino que haya sido sensible a los elogios de ese castrense histriónico -”te doy la más calurosa bienvenida (…) ya era hora de que nos visitaras y que el pueblo venezolano te viera y oyera directamente”- y le haya agradecido sus “amables y generosas palabras”. Además de la bufonada de decirle lo “emocionante” que le resultaba “ver en Venezuela como se está construyendo ese otro mundo posible y ver a uno de los hombres que ha inspirado esta situación”.
Lo más sorprendente de esta conversión a la fe mesiánica, parecida a conversiones célebres a la fe católica (las de Baudelaire, Peguy, Claudel, etc.), es que el milagro llega tras producirse el derrumbe del “socialismo real” de inspiración soviética y la instauración del capitalismo en China por el Partido Comunista que Mao dejó en el poder. Pues, a diferencia de aquellos jóvenes intelectuales “idealistas”, que loaron a Stalin o a Mao antes de producirse estos importantes y significativos acontecimientos históricos, Chomsky los ha podido observar en vida y por eso es más incomprensible el hecho de que ahora parezca haberlos olvidado. Sobre todo que los fracasos del mesianismo revolucionario confirmaron de manera indiscutible sus profecías.
Es verdad que desde hace ya un buen momento estamos asistiendo a la instrumentalización de Chomsky en muchas direcciones. Y ello pese a que su posición ética, sus referencias ideológicas y su actuación política están en las antípodas de lo que defienden y adoran muchos de estos que hoy pretenden tenerlo de guía. Y esto es fácil verlo simplemente leyendo sus libros. Salvo que el Chomsky de hoy no sea el mismo que escribió: “Estamos en un período de corporativización del poder, consolidación del poder, centralización. Se supone que eso es bueno si eres un progresista, como un marxista-leninista. De los mismos antecedentes proceden tres cosas importantes, fascismo, bolchevismo y tiranía corporativa. Todas surgen más o menos de las mismas raíces hegelianas.” (Class Warfare, p.23). Y no digamos lo que escribió más tarde a propósito del país salido del golpe de Estado bolchevique de octubre de 1997, que, para Chomsky, era responsable de la eliminación de las estructuras socialistas emergentes en Rusia: “Son los mismos brutos comunistas, los brutos estalinianos de hace dos años, que dirigen ahora los bancos” y que son “los gestores entusiastas de la economía de mercado“. Y de ahí su pesimismo: “Los que intentan asociarse a organizaciones populares y ayudar a la población a organizarse por ella misma, los que apoyan a los movimientos populares de esta manera, simplemente no podrán sobrevivir en tales circunstancias de poder concentrado” (Comprendre le pouvoir, p.7-11).
¿Cómo es posible, pues, que él cometa hoy la misma equivocación cometida entonces por los “compañeros de viaje” pro-chinos -que habían conocido la ceguera comparable (y reconocida) de la generación que les había precedido, la de los viejos estalinistas pasados tardíamente a la autocrítica- pese a que él fue un testigo crítico de tal ceguera? ¡Lo grave, en el caso de Chomsky, es que de nada le han servido esas experiencias a pesar de haberlas conocido y denunciado!
Con Chomsky tenemos, pues, que interrogarnos también sobre el “misterio” de esa extraña cohabitación de la inteligencia más aguda y la credulidad más obtusa en un mismo espíritu humano. Y tanto más que, en aquellos tiempos, él fue uno de los que más contundentemente criticaron la ceguera en que habían caído muchos de sus colegas intelectuales que constituían con él lo más granado de la inteligencia occidental: los Sartre y otros grandes filósofos, historiadores, sociólogos, periodistas o universitarios de primer plano.
“Misterio” hay, puesto que raros fueron los intelectuales que después no tuvieron que confesar haberse equivocado y reconocer que Chomsky había tenido razón al poner en evidencia la ceguera que les había inducido a cometer ese gravísimo error de apreciación en el pasado. ¿Cómo ha podido Chomsky olvidar esto? Es verdad que tampoco la ceguera de los antiguos estalinistas -mil veces confesada y analizada en artículos, entrevistas y libros- sirvió de lección a los jóvenes maoístas occidentales, puesto que a una distancia de 20 años de intervalo reprodujeron el mismo tipo de extravío. Y con el mismo orgullo y fatuidad de sus predecesores. Pero lo primero en éstos fue la adhesión ciega a lo que se presentaba como revolución emancipadora. En Chomsky sucede lo contrario: primero fue la denuncia, el análisis objetivo, racional, rigurosamente crítico, y después la ceguera…
Cierto es que el antiimperialismo USA de Chomsky le llevó ya a una relativa discreción a propósito del autoritarismo creciente de los sandinistas durante su ejercicio del poder en los años 80 en Nicaragua y de la dictadura castrista desde hace varias décadas. Y ello pese a que entre las víctimas de esta última se encuentran personas con muchos puntos en común con los militantes antiimperialistas pro cubanos del resto de América Latina.
¿Será pues este obstinado antiimperialismo, el hecho de que para él lo principal es denunciar las injusticias que prevalecen en los EE UU así como las injusticias generadas por este país a la escala del planeta, lo que le lleva a posicionarse de manera tan desconcertante con lo que pasa en el continente americano?
Efectivamente, aunque Chomsky se sigue considerando “anarquista-libertario”, está claro que para él las consideraciones ideológicas deben pasar a un segundo plano y que se debe establecer una especie de graduación entre las injusticias según el grado de peligrosidad planetaria de los blancos contra los que se dirige la crítica. El problema es que este relativismo político permite a muchos marxistas-leninistas, populistas y políticos, cuya única preocupación es la conquista del poder, su ejercicio y su conservación, a ampararse sólo de los argumentos antiimperialistas de Chomsky en lugar de preocuparse por la ayuda a aportar a la población para organizarse por ella misma. Y es un verdadero problema porque Chomsky no hace ni dice nada para disuadirles de hacerlo. Al contrario, manteniéndose con tanta perseverancia en esta inmoral discreción y dejándose fotografiar al lado de los Castro y los Chávez se hace -aunque sus elogios sean discretos y de conveniencia- cómplice de las bufonadas y de las derivas autoritarias, dictatoriales, de estos nuevos oligarcas.
Desgraciadamente, esta obstinación en mantener tan maniquea discreción (por considerar menos peligroso el acceso al poder de estos populistas que los destrozos que causa el imperialismo yanqui en el mundo) no es sólo ineficaz para impedir tales destrozos (estos populistas siguen haciendo negocios con las multinacionales del imperio) sino que contribuye a desmovilizar a los pueblos y a hacer aún más difícil la tarea de los que sí luchan consecuentemente contra la dominación planetaria del Capital y el Estado.
Es posible que, dada su edad, Chomsky no pueda reconocerlo: pero es imposible pensar que no sea consciente de la distancia que le separa de todos aquellos que recogen sus argumentos contra el imperialismo yanqui y que, en cambio, se muestran muy reticentes, por interés o comodidad, a denunciar las formas de dominación impuestas por esos populistas pretendidamente revolucionarios.

Octavio Alberola (Cuba Libertaria)

Puntualizaciones sobre Chomsky, los Castro, Chávez…, por Octavio Alberola


Mi artículo “Chomsky en bufón de Chávez”, publicado primero en el Boletín Cuba Libertaria y reproducido luego en inglés, francés, italiano y alemán en diferentes web, no ha sido del agrado de cuantos siguen viendo en los Castro, Chávez, etc., los adalides del socialismo y del antiimperialismo de hoy en día. Y ello pese a las evidencias cada vez más obvias de lo que realmente son el “socialismo” y el “antiimperialismo” de esos histriónicos caudillos populistas.
Por supuesto que era de esperar estas reacciones; pues no hay mayor ceguera que la producida por la adhesión a hombres providenciales. La historia está llena de casos paradigmáticos de cegueras colectivas de este tipo: el de los Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, Perón y Evita, por no remontar muy lejos. Cegueras colectivas que sólo la historia y el cambio generacional disiparon. No seré pues yo quien intente devolver la visión a quienes no quieren ver. El tiempo, la historia les obligará a ello, aunque… tampoco se puede afirmar de manera categórica ; pues es suficiente con ver a los admiradores del “socialismo real” que aún quedan por ahí. Y ello pese al derrumbe del muro de Berlín, al “capital-comunismo” chino, etc.
Lo que no me esperaba, lo sorprendente, ha sido una cierta crítica… Una “crítica” que no cuestiona el fondo de mi reacción, ante la bufonada de Chomsky, sino la forma… Pues, en cuanto al fondo, esta “crítica” reconoce que esos líderes, “los Castro, Chávez, Lula y Morales”, constituyen “una mezcolanza seudo izquierdista”, además de ser “sedicentes antiimperialistas”. Una “crítica” sorprendente…No sólo por este reconocimiento y por desear “una sociedad sin explotación social” y “sin tutela de ninguna minoría encima de las masas y sin el control de éstas”, sino porque hace suya la visión socialdemócrata de la “necesidad de los trabajadores de ampliar la superficie de la jaula en que estamos”. Ampliar en vez de destruirla. Y ello justificado porque Chomsky dijo en noviembre de 1996, a los estudiantes de Historia de la Universidad de Sào Paulo, que “la disminución del Estado mengua el espacio en que se puede ejercer la influencia pública” y que esto “no es un objetivo anarquista”. Un Chomsky presentado como un encomiable “compañero de viaje” del anarquismo, aunque también se nos insiste en no olvidar que “Chomsky no está afiliado a un grupo anarquista, si bien está cerca de los IWWW de los EE.UU.”
Es pues esta sorprendente profesión de fe socialdemócrata, la que se nos aconseja asumir desde curiosos planteamientos “anarquistas”, la misma que me incita a hacer unas puntualizaciones sobre Chomsky, los Castros, Chávez, etc. No sólo por lo cuestionable de la justificación chomskyana del Estado sino también por lo que esa “crítica” pretende justificar realmente con ella : el silencio frente a conductas que están contribuyendo hoy, como las similares de ayer, a castrar las aspiraciones revolucionarias de las masas explotadas y a desacreditar la idea misma de socialismo como proyecto social emancipador. Conductas que aplican a la letra eso de “ampliar la superficie de la jaula” y de hacer del Estado el eje de la vida pública, con el resultado que ellas dieron en el pasado y que están dando en el presente, y que cada uno juzgará en función de su conciencia social y política.
En consecuencia, y por parecerme obvio, mis puntualizaciones se centrarán en la responsabilidad del hacerse cómplice de este silencio. Por supuesto, la responsabilidad de Chomsky por no denunciar hoy estas conductas, las mismas que ayer denunció en contextos inclusive más revolucionarios, y también nuestra propia responsabilidad, en tanto que anarquistas, si por miedo a “herir a los trabajadores, sobre todo latinoamericanos, que mantienen cierta confianza en direcciones y líderes que nos parecen ni fiables ni serios”, nos callamos y no decimos lo que pensamos sobre ese populismo pretendidamente revolucionario. Lo que piensan y dicen ya, con valentía y honestidad que les honra, numerosos marxistas no dogmáticos en el mundo entero y en la propia Cuba y Venezuela.
La caución chomskyana al populismo seudo revolucionario
El hecho de ser Chomsky uno de los intelectuales estadounidenses más críticos de la democracia, pretendidamente existente en los EE. UU., y de la política imperialista de los gobiernos norteamericanos, no le exonera de ser igualmente crítico con la ausencia de democracia en regímenes tanto o más autoritarios que el yanqui. Además, el antiimperialismo de Chomsky no puede ser un antiimperialismo de conveniencia, debe serlo de convicción. Como lo era en el pasado, cuando fustigaba, por las mismas consideraciones políticas y éticas, tanto al norteamericano como al soviético. Una equidistancia honesta, moral y consecuente con sus ideas de justicia y libertad para todos. De ahí que fuese escuchado y se convirtiese en referencia ética y política para cuantos rechazaban esas dos caras de lo inaceptable : la explotación y la dominación.
Entonces, su crítica no era maniquea. Lo que reprochaba a un campo no lo justificaba en el otro. No había parcialidad ni retórica de circunstancias sino exigencia de verdadera coherencia entre medios y fines. Tanto en un lado como en el otro. No era pues cuestión de su moral y la nuestra, como lo pretendían los que denunciaban y condenaban la pena de muerte en los USA y la justificaban en la URSS o al revés. Chomsky no era entonces ni de éstos ni de aquéllos. Al contrario, denunciaba a los que practicaban esta doble moral, y éste es el Chomsky que debería seguir siendo si no ha renegado de lo que fue en el pasado. El Chomsky que, a la pregunta del por qué había dicho que Lenin y Trotzky fueron los peores enemigos del socialismo en el siglo XX, peores que Hitler, Mussolini, Chang-Kai-Chec, Truman o Churchill, respondió : “Contrariamente a los que usted menciona, Lenin y Trotzky fueron enemigos del socialismo por varias razones. Primero destruyeron sistemáticamente Rusia, desmontando y prohibiendo las organizaciones socialistas y demás organizaciones populares, que aparecieron durante el periodo de entusiasmo revolucionario, antes de que Lenin y Trotzky se amparasen del poder. Segundo, lo hicieron en nombre del “socialismo” y así sabotearon el socialismo, no solo en Rusia sino también en el mundo entero. La tiranía antisocialista instituida por Lenin y Trotzky fue transformada mas tarde en una monstruosidad absoluta por Stalin”.
¿Serán hoy los Castro, Chávez, etc., más consecuentes con el ideal socialista que lo fueron entonces los Lenin, Trotzky, etc. ? ¿Son las “organizaciones socialistas y demás organizaciones populares” las que deciden en sus países o son los Castro, Chávez, etc., los que lo hacen ?
La responsabilidad de Chomsky es por esta inconsecuencia, por este silencio ; pues qué sentido tiene decir, tras dejarse fotografiar con el caudillo Chávez y agradecerle su socialismo del siglo XXI, que en el país hay “enorme corrupción, elementos de caudillismo- la tradicional plaga latinoamericana”, al final de una visita de 48 horas a Venezuela. Y no digamos de su visita a Cuba, dejándose fotografiar con Castro, otro caudillo, poco tiempo después de que éste hubiese hecho fusilar a unos jóvenes negros simplemente porque habían querido escapar de la “jaula”, que era y sigue siendo Cuba, sin haber matado ni herido a nadie. Sí, ciertamente, el número de fusilados en Cuba está muy lejos del de los fusilados en Rusia por los chekistas… Pero, al menos para mí, matar a esos jóvenes negros es tan odioso e inaceptable como lo fueron los miles de asesinatos chekistas. Además de responder a la misma lógica del terror. Y eso es algo que Chomsky no debería haber olvidado, ni siquiera a los cerca de 80 años que debía tener entonces.
Además, no ha dicho Chomsky : “El anarquismo, por lo menos como le comprendo, es la tendencia del pensamiento y de la acción humana que busca identificar las estructuras de autoridad y de dominación, a llamarlas para que se justifiquen desde el momento en que se demuestra que son incapaces de hacerlo y trabajar para rebasarlas. Formas de opresión que antes eran apenas reconocidas y aun menos combatidas no son hoy en día consideradas como tolerables. Es un éxito y no un revés del anarquismo.”
La caución del silencio
Por las mismas razones por las que Chomsky se creyó obligado a repetir lo que había dicho de Lenin y Trotzky, y con el mismo derecho que él se otorgó para decir lo que pensaba sobre las conductas de esos dos personajes durante la revolución rusa, yo seguiré denunciado a los Castro, Chávez, etc., de ser también enterradores de las aspiraciones emancipadoras de sus pueblos. Pues no sólo es lo que pienso sino lo que piensan y no paran de repetir los militantes asociativos y sindicalistas revolucionarios que defienden la autonomía de las organizaciones socialistas y demás organizaciones populares en esos países. No sólo por el incumplimiento de las promesas hechas al pueblo y la represión judicial contra los sindicalistas obreros y campesinos que exigen tal cumplimiento sino por la criminalización de la lucha social, como lo hacían y lo siguen haciendo los regímenes burgueses.
El hilo conductor y el objetivo de esta forma de gobernar, supuestamente “progresista”, son los mismos que en el pasado, cuando los gobiernos aplastaban las rebeliones populares con represión militar. Sólo que ahora la estrategia de dominación promueve el control de la insubordinación por los propios ciudadanos y ciudadanas convertidos en brazo ejecutor de las políticas de contención estatales. De ahí la implementación de las Misiones (Venezuela), los programas Socio-país (Ecuador), la Red Solidaria (El Salvador) o Familias en Acción (Colombia), como el Bono Juancito Pinto (Bolivia), o la Bolsa Familia (Brasil), o el programa Tekopora (Paraguay), o el bono Mi familia Progresa (Guatemala), o también el programa Oportunidades (México), entre otros, como estrategias de intervención y control social. Además, claro está, de los “Comités de Defensa de la Revolución”, los famosos CDR cubanos.
Y todo ello para que las transnacionales puedan continuar sin problemas laborales mayores la explotación de los recursos naturales de estos países dentro del mismo modelo desarrollista de la globalización capitalista neoliberal. Y eso pese, o gracias, a los encendidos discursos antiimperialistas y antioligárquicos de los Castro, Chávez, etc.
Lo asombroso es el silencio de ciertos intelectuales de izquierda ante estas actuaciones que consolidan y ratifican el liberalismo político y económico, que, como en el pasado, sólo beneficia a la burocracia y a los sectores de la burguesía cercanos a los que gobiernan. De esa izquierda que antes era crítica, radical, iconoclasta con los discursos del poder, y que ahora, por apoyar, suscribir y adscribirse a los proyectos políticos de los denominados gobiernos progresistas, ha arriado la bandera de la crítica social e intenta justificar lo injustificable : la demagogia y la corrupción. Una connivencia que va más lejos que el simple silencio, pues, en su afán de impedir el debate, la crítica y la discusión en el seno de la izquierda en el continente y en el mundo, recurren a lo de siempre : la calumnia, la descalificación y el insulto.
Así, mientras se guarda silencio, un silencio que es complicidad, el continente entero está girando hacia lo que ya algunos socialistas auténticos llaman el “posneoliberalismo”, aunque también se le podría llamar la forma “democrática” del “socialismo” chino. Y es así como una transición, que efectuada por gobiernos abiertamente neoliberales habría sido traumática, se produce sin mayores tensiones gracias a estos gobiernos -que también podemos llamarles ya “posneoliberales”. Gobiernos que, además de acentuar los procesos extractivistas, productivistas, de privatización territorial y criminalización social a favor de las transnacionales y las burguesías de la región, están poniendo a tono el continente con las exigencias económicas y las injusticias laborales de la globalización capitalista. A lo que se debe agregar la pérdida de credibilidad ética de las izquierdas latinoamericanas por lo comprometidas que están en la corrupción, las estafas, los latronicios y el clientelismo.
Ante tal situación, y con la misma voluntad que Chomsky demostró en su momento para hacer frente a los que, para callarle, le acusaban de contribuir, con sus críticas del falso “socialismo real”, al reforzamiento del discurso contrarrevolucionario del campo pro yanqui e inclusive insinuaban de que él estaba a sueldo de la CIA de ese tiempo, yo seguiré impertérrito denunciando (y apoyando a cuantos denuncian) estas nefastas derivas del ideal emancipador. Derivas propuestas e implementadas por Caudillos y movimientos populistas, demagógicos, falsamente e histriónicamente revolucionarios. No sólo porque es falso que al hacer esta crítica se dé armas a los enemigos de la revolución, la verdadera, la del pueblo y no la de los burócratas, sino porque esta crítica es necesaria, fundamental, para que el pueblo laborioso pueda recuperar su autonomía y vuelva a luchar por una transformación social que ponga fin a la explotación y dominación que soporta desde hace tantos siglos.
No obtendrán pues mi silencio. Y menos aún con calumnias, amenazas o críticas autosuficientes. No sólo porque lo considero un deber -como Chomsky entonces- sino también porque a esas calumnias y amenazas puedo oponer mi historial, mi biografía, en el terreno de la lucha contra el imperialismo y todas las formas del Poder, y a esas críticas autosuficientes los hechos históricos.
Además, ¿por qué me callaría, si son muchos los marxistas críticos que, como yo, se indignan y se manifiestan contra la “cínica retórica de la resignación”, coincidiendo con los anarquistas en que “el socialismo no puede concederse desde arriba” y que, para resolver los problemas de su construcción, “la libertad más amplia, la más amplia parte de la población es necesaria" ? ¿Por qué lo haría, si esta coincidencia, entre anarquistas y marxistas críticos, en actualizar la necesidad de recuperar la autonomía para los movimientos sociales y en rechazar los planteamientos dogmáticos y doctrinarios en el combate contra el capitalismo y el Estado es un hecho esperanzador ? No por convencimiento y fidelidad ideológica sino por conclusión lógica de lo que nos enseña la historia y la vida de cada día.
Efectivamente, como lo reconocen estos marxistas críticos “a lo largo de todo el siglo XX, mucha agua ha corrido bajo los puentes de las revoluciones”… Como también es verdad que “a lo largo de las experiencias sociales y de las investigaciones antropológicas, los enfoques teóricos del Estado se han enriquecido y profundizado”, desmitificando el fetichismo del poder al evidenciar “la genealogía de las relaciones de poderes”. Además de que “las retóricas liberales del Estado mínimo o del repliegue del Estado no hacen sino resaltar con más relieve el núcleo duro de sus funciones represivas y su papel eminente en la puesta en pie de los dispositivos del biopoder”. De ahí que, “si el tejido de las relaciones de poder hay que deshacerlo, y si se trata de un proceso a largo plazo, la maquinaria del poder del Estado hay que romperla”.
Y si a esto le agregamos la denuncia de “las ilusiones parlamentarias”, del “cretinismo parlamentario”, y de todas las ortodoxias revolucionarias, ¡cómo no confiar en el encuentro de todos los heterodoxos de las ideologías, supuestamente manumisoras, en el combate contra el Capital y el Estado !


Autor: Octavio Alberola

Publicado en: Boletín Cuba Libertaria Nº 14, París, enero de 2010.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Cuatro poemas de Ana Erre

QUÉ PENA…

Qué pena… tener un mar y no tener arena,
qué pena de amistad desperdiciada
guardada en alacena lo mismo que oro en paño,
y ahora, tras la cena,
mirando a través de la ventana,
me ofreces como postre el fruto de un triste desengaño
que mi corazón cercena.
Qué lástima de amor abandonado
igual que se abandona, putrefacto,
un miembro mutilado.
Qué pena de lágrimas vertidas,
de dolores de garganta
por hacer de dique de emociones contenidas,
por ponerle un tabique a mi boca,
que quiere gritar como una loca
tu nombre, para que esté callada.
Qué lástima pasear a solas con el alma
apaleada por sufrir, ya ves qué pena,
un millón de humillaciones en cadena.
Qué pena… tener horquillas y no tener melena,
qué aflicción más tonta siento al recordarte
cuando echo la vista atrás, al saludarte,
y encuentro, sin buscarlo,
señalado en la página de un libro,
ese tiempo tan perdido que camina de la mano
de toda la energía necrosada
que aún cabe en mi cuerpo adormecido.
¿Qué extraño velo pinta tu mirada
tan distinto del velo que yo luzco?
Pues no vemos nuestra historia igual, deduzco,
a juzgar por tu valiente retirada.
Qué pena… tener escamas sin ser una sirena.
Qué lástima si el castigo que merezco, amando,
es el filo del desdén,
las telarañas del olvido,
el orín que corroe el hierro de una reja,
el hielo que se instala debajo de una teja,
el nudo imposible en la madeja
o el moho que cubre la comida en la bandeja.
Qué pena… si por no morir amando
tienes que matar viviendo
para que vivas sufriendo, mientras,
poco a poco, lo bueno que hay en ti se va muriendo.


A CONCIENCIA

La ciencia se basa en la experiencia, o eso dicen.
El éxito en la paciencia.
La esperanza en la creencia.
La ilusión en la inocencia.
La seducción, a veces, en la elocuencia.
El poder en una imposible y envidiable omnisciencia.
La violencia, no sé si se basa, pero engorda con la violencia.
Los gozos y los placeres vienen de la mano de alguna que otra turgencia.
La locura, en mi caso, asienta sus reales posaderas en la reminiscencia.
El infortunio se digiere mejor desde la inconsciencia.
Si se va suelto de vientre, lo que conviene es la astringencia.
La hipocresía es hermana de la apariencia y prima de alguna extraña deficiencia.
La histeria se adivina bajo el velo de la bella indiferencia.
La tristeza ofrece como menú un plato a rebosar de inapetencia.
El frío aumenta con la ausencia.
Pero el calor no aumenta con la carencia, es más, se está más frío cuanto más grave es la falencia. Un consejo, si se pone bravo, se disfraza de advertencia.
La mejor vocación del ser humano es aquella que se resuelve con eficiencia.
Que te sientan muerto cuando estás vivo, no es un error clínico, eso es una penitencia.


SOY YO, FULANA DE TAL

Cándida y angelical,
cortante como el metal,
frágil como el cristal,
dura como el pedernal
y tan fina como el coral.
Recatada cual dama virginal,
tremendamente sensual,
arrogante, elegante, señorial,
lisa y llana como puta de arrabal.
Enferma de amor, sentimental,
poca carne y mucho vegetal,
luctuosa cual crespón de un funeral,
soñadora igual que un colegial
y ardiente, con un ímpetu animal.
A ratos, un ser antisocial
que enmudece con silencio sepulcral,
poeta de verso fácil, torrencial,
prolífica, más que un manantial.
Amoral, marginal, intelectual,
prosaica, escéptica, filosofal,
ferviente admiradora de un chaval
de Tudela, de Madrid, de Senegal,
no importa, eso da igual.
Tan pronto etérea y celestial
como la gallina más ramera del corral,
si es contigo, la postura le da igual,
a lo perro, vertical, horizontal
o encima del tálamo nupcial,
la cuestión es ser original,
mostrarse sensible y natural,
dando dos de arena y tres de cal,
con la donosura habitual
que luce a fecha de hoy
ésta que suscribe, ésta que lo es,
siempre tuya hasta el final,
soy yo, Fulana de Tal.


ME ABANDONO AL BORDE DE UN ABISMO

Me abandono al borde de un abismo
y me desplomo.
Me hundo en el fango y cuando creo
que estoy sola y nadie mira,
asomo.
Mientras asomo asumo mi soledad, mi vacío,
y la tristeza de mi mano tomo.
Me das dos de cal y una de arena,
cuando llegas a mí,
aunque no estés eres aquí
y vienes a mí por pena.
Estás sin ser y de ti sólo queda
el eco de tu voz y las pisadas
húmedas y calientes de tus huellas,
ya sé, ya sé que el mundo va al revés.
A tu partida me quedé con ganas
de acariciar tus canas,
esa sola cana que brilla entre el oscuro
de tu pelo igual que una saeta.
Saeta fría y acerada que corta las ideas
y las parte en dos mitades,
una mala y otra buena.
La mala, la que te aleja de mí,
y la buena, la que aviva tu
curiosidad por saber qué
se esconde tras mi puerta.
Cuando no llegas,
aunque estás en mí no eres aquí
y no vienes a mí sino por pena.
Entonces…
me abandono al borde de un abismo
y me desplomo.
Me hundo en el fango y cuando creo
que estoy sola y nadie mira,
asomo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Respuesta del Comandante Chávez a cantante español Alejandro Sanz


"Presidente Chávez, quiero ir a cantar a su país. ¿Me lo permite? ¿Me da su palabra de que no le pasara nada ni a mi publico ni a mi gente ni a la empresa ni a mi?
Kaos. Venezuela |


El cantante español Alejandro Sanz pidió permiso al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, para cantar en el país.
En el mensaje publicado en la página de Twitter de Sanz, el cantante le expresa al presidente su deseo de cerrar su gira de concierto en el país pero además le dice que tiene que haber un compromiso de su parte.
"Presidente Chávez, quiero ir a cantar a su país. ¿Me lo permite? ¿Me da su palabra de que no le pasara nada ni a mi publico ni a mi gente ni a la empresa ni a mi? Si usted me da permiso y nos da su palabra de que nada va a pasar yo cierro mi gira en Venezuela. Usted tiene la palabra"


RESPUESTA:

Señor Alejandro: sabe usted lo que significa ser esclavo sin cadena… Esclavo sin cadenas, es simplemente continuar siendo esclavos sin cargar los grilletes… ¿Porque razón no te has preguntado todavía, del por qué Venezuela es atacada con artillería pesada solamente por las potencias occidentales?

¿O será que formas parte de ellos y te haces el distraído?

Infórmate amigo mío, y pregúntate porque Colombia es considerada una de las naciones donde existe mas desigualdad por culpa de gobiernos que solo mandan para unos pocos y las riquezas son distribuidas para unos privilegiados; mientras Venezuela es reconocida como el primer país de la región en cuando a bajar la pobreza extrema, de manera drástica en el gobierno de Chávez Frías.

¿No te llamó nunca la atención que después que nuestro país se volcó a la izquierda, automáticamente se comenzaron a unir la mayoría de los pueblos de América Latina, en una clara señal de lo que querían los pueblos?…

¿Pides permiso para venir a cantar?

¿No te da vergüenza decir eso?

¿En un país democrático donde cualquier persona puede decir lo que se le venga en gana y no como te cuentan?

Te diré algo: La mayoría de los latinoamericanos que levantaban su voz por intermedio del canto, en señal de protesta por las infinitas injusticias que sufrían sus pueblos por culpa de dictaduras asesinas de derecha…Nunca pidieron permiso para arriesgar su vida en nombre de los miserables, y en esos tiempos si que arriesgaban el pellejo…

Alguna vez te dignaste escuchar alguna prosa convertida en canción de Don Atahualpa Yupanqui…

¡Si!, aquel que lo llamaban el padre de la canción folclórica latinoamericana…

La dictadura fascista argentina lo persiguió y tuvo que asilarse en Europa, por si no lo sabes el mismo que en París compartió escenario con alguien llamada Edith Piaf…

Nunca te contaron del cantautor Víctor Jara, que la dictadura chilena de Pinochet, le corto las manos para que no volviera jamás a tocar su guitarra acompañado su canto y no conformes con ello, lo acribillaron indefenso en el Estadio de futbol de Santiago…

Seguramente conociste a Mercedes Sosa, “la negra del Sur” como la llamaban todos los pueblos latinoamericanos…

Si no la conociste, te invito que te metas en Youtube y la escuches cantando: “Solo le pido a Dios” y después me cuentas…

A esta cantautora pueblo, cantando en la ciudad de La Plata en el año 79 la dictadura fascista la detuvo a ella y a todos los que osaron ir a verla cantar. También tuvo que exiliarse en Europa en Paris y Madrid, para que no la mataran…

Leíste alguna vez a Mario Benedetti el que nos decía que “El Sur también existe”, al igual que su compatriota Alfredo Zitarrosa aquel del “Violín de Becho”…

Ellos también se vieron obligados a exiliarse en Europa por amenazas de muerte…

A León Gieco, un general le puso una pistola en la cien, diciéndole:”La próxima vez que vengas a cantar a la universidad de Luján y cantes esa canción te voy a pegar un tiro en la cabeza”, refiriéndose a “Hombres de Hierro”…

Guaraní se tuvo que marchar también al igual que la Nacha Guevara, que le colocaron una bomba en un teatro mientras cantaba, los fascistas argentinos…

¡¡Si hasta el tango Cambalache lo prohibieron en las emisoras de radio la dictadura argentina!!… Y NUESTRO INIGUALADO CANTAUTOR ALÍ PRIMERA, QUIEN FUÉ VETADO TODA SU VIDA EN LOS MEDIOS VENEZOLANOS.

¡¡Anímate!!...Y escribe una canción, de las miserias del mundo…

Háblanos de los olvidados de Haití, de los miles y miles de muertos en Irak, de los de Afganistán, de la hambruna del África, de la desnutrición en la América pobre, de la desigualdad abismal existente entre ricos y pobres, de las interminables mujeres asesinadas en ciudad Juárez, de los niños obligados a trabajar robándoseles lo único que vale la pena vivir en esta loca vida, “su niñez”…

Infórmate, escribe, no vengas solo a cantar…y a hacer un show mediático, se honesto, no engañes a tus seguidores.

Recorre las villas miserias de pueblos que claman por igualdades, las favelas de los sin techo…los 40 millones de pobres en USA, hoy convertidos en 50 millones de excluidos.
Y después me cuentas, si todavía te quedan fuerzas de criticar a Chávez…

Fuente: red Latina Sin Fronteras

Cogido de: www.kaosenlared.net/noticia/respuesta-comandante-chavez-cantante-espanol-alejandro-sanz

martes, 2 de noviembre de 2010

Jean Améry: Levantar la mano sobre uno mismo


Texto extraído de:
Levantar la mano sobre uno mismo.
Discurso sobre la muerte voluntaria
Jean Améry

Levantar la mano sobre uno mismo: otra expresión sacada del lenguaje de la realidad, recogida, usada y olvidada de nuevo, de forma que hoy ya tiene casi un carácter arcaico: levantar la mano sobre uno mismo.
Es verdad que a mí siempre me ha parecido tan sumamente aguda y penetrante que me inclino a utilizarla por muy fenecida que esté. Levantar la mano sobre uno mismo. Se me ocurre una horrible acción suicida de la cual habla Gabriel Deshaies en su libro La psichologie du suicida, aparecido en 1947 y que yo sepa nunca traducido al alemán.
Un herrero puso su cabeza entre los bloques de un tornillo de banco y atornilló con la mano derecha el aparato hasta que le rompió el cráneo. Todo el mundo ha oído hablar de otros modos de muerte de crueldad parecida; Todesarten, Maneras de morir, ¿no tenía que ser éste el título del último libro de Ingeborg Bachmann? El hombre que se corta la yugular con la navaja de afeitar. El poeta y guerrero japonés Mishima se clava la punta de su sable en el vientre, tal como lo dispone el ritual. Un preso enrosca su camisa, que ha desgarrado para hacer una cuerda, rodea su cuello con ella y se ahorca en los barrotes de su celda. Modos violentos de muerte: realmente se levanta la mano. ¿Sobre qué? Sobre un cuerpo que para el suicidante es parte del Yo. Sobre ambos, el Yo y el cuerpo, trataremos enseguida. Son uno mismo y a la vez son distintos. Son objeto del suicidario y del suicidante a la par que sujeto, que en calidad de tal resulta infranqueable, no obstante sea vulnerable e incluso aniquilable. No hay duda de que quien busca la muerte voluntaria ha de tener una relación especial con los dos, que son unidad y dualidad; quizás la psicología la calificaría de "relación narcisista". (Lo cual no excluiría la auto-agresión, pero sobre las hipótesis psicológicas hablaremos más adelante, todo a su tiempo.) Aquí estamos ante el hecho desnudo de que un "yo" y un cuerpo son destruídos por el propio "yo", por el propio cuerpo. ¿Qué decir de ese cuerpo? Expuse antes que respecto al "yo" lo que acontece en el cuerpo, las partes de mi cuerpo como el corazón, el estómago, los riñones, etc., forma parte del "mundo exterior". Aquí habría que decir algunas cosas más, pues, de hecho, fuera y dentro, mejor dicho, el interior, son de tal naturaleza que a menudo se interpenetran para alejarse después el uno del otro, y en otros momentos son tan extraños entre sí como si no se hubieran conocido nunca. La relación entre cuerpo y Yo es quizás el complejo más misterioso de nuestra existencia, o, si se prefiere, de nuestra subjetividad o ser-para-uno-mismo. En la cotidianeidad, no somos conscientes de nuestro cuerpo. Para nuestro estar-en-el-mundo, el cuerpo es lo que Sartre denominó "le negligé", "le passé sous silence", incomprendido, apenas se habla de él, no se piensa en él. El cuerpo está encerrado en un Yo que a su vez está fuera, en otro lugar, en el espacio del mundo, donde uno se convierte en nada (se néantise) para realizar su pro-yecto. Somos nuestro cuerpo: no lo poseemos. Es, como exponía al principio, lo otro, es mundo exterior, desde luego. Sin embargo, es igualmente cierto que sólo tomamos consciencia de él como cuerpo extraño cuando lo vemos con los ojos de los demás (por ejemplo: cuando nos informamos por vía de la ciencia sobre sus funciones), o cuando se convierte en una carga para nosotros. Pero aun en este caso, cuando, por ejemplo, "quisiéramos escapar de nuestra piel" para huir del dolor, tal como lo formula una expresión corriente, nos resulta a la vez extraño y propio: la piel de la que nos queremos desembarazar, que queremos abandonar, sigue siendo nuestra, es parte integrante del Yo. El cuerpo es le negligé solamente cuando nos sirve de mediador con el mundo. Durante el salto de altura es aire y vuelo, al esquiar se convierte en nieve pulverizada y viento helado.



¿Se puede decir que durante el transcurrir de la vida cotidiana, cuando el cuerpo no pesa, cuando avanzamos con prisas, cuando nuestro brazo convierte en prolongación suya el cambio de marchas del coche, estamos enajenados al respecto de nuestro cuerpo? Es probable. Dado que, sin embargo, la enajenación, el estar fuera de sí, presupone un haber estado "dentro de sí" previo, lo que no siempre es el caso, mejor será decir que "no poseemos aún nuestro cuerpo". Nos mantiene, es un fiel criado, un mudo servidor, que desaparece calzado con sus zapatos de silenciosas suelas de goma cuando ha cumplido con su servicio y nos dormimos. El criado se repela cuando enfermamos. Entonces la tomamos con él, o mejor dicho, nos enfurecemos contra la parte que nos mortifica dolorosamente. Y respondemos. El "maldito dedo del pie" que nos duele se convierte en un adversario personal al que no cesamos de insultar, del que exigimos, irritados, que "nos deje en paz". No obstante, el dedo es nuestro: no queremos que nos lo amputen, sólo queremos que vuelva a passer sous silence. Incluso la muela, que en su frágil materialidad, y en un sentido neurológico, nos es más extraña que el dedo, y que, si su raíz está infectada, debemos hacernos arrancar por el dentista (tengo que hacerme arrancar esta maldita muela que me atormenta, decimos), se convierte, en el momento de la extracción y durante un tiempo después de ella, en algo desconcertantemente propio, que echamos en falta con melancolía y cuya no existencia, testificada por el hueco, disminuye nuestro Yo. Somos "algo menos" después de la extracción, nos avergonzamos del hueco, y esto por motivos más profundos que los simplemente estéticos. ¿Por qué no podría tener un carácter exclusivo la asimetría que confiere a nuestro rostro un hueco entre los dientes? Exclusivo, desde luego: con ella estamos ex-cluidos, somos diferentes a los demás, somos menos que ellos. Y evitamos toda sonrisa hasta que la muela postiza queda artificiosamente construida y encajada.
¿Pero, se trata realmente de una muela, de un dedo, incluso de un brazo o una pierna? No, desgraciadamente no: se trata, cuando estamos ante la muerte voluntaria, cuando levantamos la mano sobre nosotros mismos, de todo el cuerpo que fue imagen y portador de nuestro Yo, algo ajeno y propio, le passé sous silence, sobre el cual en el futuro no sólo nosotros no hablaremos (puesto que ya no estaremos), sino que tampoco él mismo hablará, pues no hay nadie que pueda oír su voz. Se convierte en objeto bajo las manos de los médicos que practican una autopsia, de los sepultureros que lo dejan caer en la tumba. Así resulta que antes del momento previo al salto lo percibamos con una intimidad nunca alcanzada hasta ese momento. Un papel especial juega en todo esto la cabeza. A menudo salgo al balcón de un piso dieciséis, paso por encima de la barandilla (por suerte no padezco de vértigo en absoluto), mantengo mi cuerpo, que solamente se aguanta con la mano izquierda en la barandilla de hierro, suspendido sobre el vacío y miro hacia las profundidades. Sería suficiente con soltarme. ¿Cómo caerá mi cuerpo? ¿Describiendo elegantes piruetas, tal como las he admirado tan a menudo en los acróbatas? ¿O bien como una piedra? Cabeza abajo, me imagino, y anticipo en mi mente cómo se estrella el cráneo sobre el asfalto. O me ahogo en algún lugar de la costa del Mar del Norte. El agua entre las piernas, el agua que va ascendiendo lentamente, hasta el pecho, más arriba, hasta los labios. La cabeza querrá permanecer todavía un momento por encima de las olas, llena a rebosar de la música gutural de las mareas. Hasta desaparecer; lo que la gente sacará después, arrastrándolo sobre la arena, es una cosa, une chose, no un "ahogado" sino algo que ya no tiene nada que ver con un ser humano, con un Yo. La guillotina: dejale couperet tumbe. Cortar la cabeza es la representación más drástica de la aniquilación. Tengo en mente la cabeza incluso cuando pienso que levanto la mano sobre mí mismo de manera sólo indirecta, por ejemplo cuando trago pastillas que han de convertir el sueño en el hermano gemelo de la muerte. ¿Colgará mi cabeza sobre el borde de la cama? ¿Mis ojos aparecerán desorbitados? Sea como sea: con la objetalización definitiva de la cabeza también yo me convierto en objeto. Y todo esto, que quede claro, no tiene relación con que la cabeza sea sede de mi córtex. Estoy hablando de un elemento básico en la experiencia del Yo. No es casual que los golpes en la cabeza sean considerados como la más vergonzosa de todas las humillaciones. (Es sabido que no hay que pegar nunca en la cara a los niños.) Sabemos de nuestra cabeza, de su soberanía y magnificencia mucho antes de tener el más mínimo conocimiento fisiológico. Así pues, ¿es ella nuestro Yo? No la totalidad de él, se entiende, sino la parte que nuestra experiencia elemental considera fenomenológicamente como la más alta en rango. Quien pisa el umbral de la muerte voluntaria entra en un gran diálogo, como nunca hasta entonces lo ha sostenido, con su cuerpo, su cabeza, su Yo. Hay muchos estadios, innumerables matices de conversación, aspectos cambiantes, muchos más de los que yo pueda en justicia reseñar aquí. Así pues, expondré sólo un poco de entre tilda esta abundancia. El despertar de la ternura por algo que uno está a punto de eliminar, puesto que pronto, en la descomposición, un Yo que ya no está presente y un cuerpo que se ha convertido en desecho serán uno en la nada, serán nada y para nada. El "dolor de la separación", como dice Freud, antes de despedirse de lo propio más extraño, el cuerpo. Una mano que palpa otra mano, de forma que lo que palpa y lo que es palpado no se pueden percibir ya como diferentes, esa mano se descompondrá, "esa mano cae", como dice el poema de Rilke. Todavía se siente a sí misma y siente la otra. Las manos se acarician entre sí, dos amantes en una estación ferroviaria de pueblo que en medio del fragor metálico se dicen: pasó y nunca volverá, pero que aún están juntos. Los brazos, las piernas, el sexo, ¿qué aspecto tendrán en las fases de descomposición? Aún están ahí, extraños y muy propios, despreciados, desechados ya, aún amados. El cuello que estrangulará la cuerda: hay que quererle mucho antes de que deje de ser parte de mi estar-en-el-mundo, y que ya sólo esté en el mundo, en el mundo de los demás, materia imperecedera en el universo, aunque indiferente a éste, él, que a su vez es indiferente a sí mismo. La ternura hacia el propio cuerpo, del que uno ya ha abjurado, puesto que el Yo que sostenía no puede seguir existiendo, tiene un lejano parentesco con la masturbación. Al igual que ésta, constituye un círculo. Las líneas que conducían hacia el exterior, que alcanzaban objetos, otros cuerpos, las líneas que tenían una finalidad precisa, ahora se han curvado y desembocan una en la otra formando un círculo sin sentido que corresponde a una acción sin sentido. "El mundo no existe más que a través de la realidad humana", dice Sartre. Sin embargo, aquí la realidad humana que todavía existe remite sólo a sí misma, a manera de masturbación; ha renunciado al mundo, y de este modo se llega al punto en que debemos preguntarnos: ¿es todavía una realidad humana la que trata con ternura su propia corporeidad? También en este caso es válida la respuesta que discurra con constancia y monotonía por todo este discurso: sí y no. Es realidad humana, ya que el cuerpo se sigue sintiendo a sí mismo en el Yo, bien sea con toda la furia (antes de cortarse la garganta), bien sea en pleno dolor de la separación, cuando se ha elegido el dulce sueño de la muerte que nos facilita la industria química. Deja de ser realidad humana cuando una última mirada se dirige al mundo hacia donde nuestra conciencia quería ir, pero que en el momento inmediatamente después es rechazado como un viejo vestido raído, de modo que este mundo y el Yo que lo reclamaba y que lo acogía igual que, a la inversa, el Yo era acogido por el mundo, llegan al final prescrito para ambos desde el inicio. La masturbación finaliza sin orgasmo. El suicidante se cansa de ir a la búsqueda de su cuerpo. Las manos ya no se acarician mutuamente, el tren que separa a los amantes ya ha partido, el pitido sonó agudo. El que se queda está solo: un Yo.
Y este Yo se constituye incansable hasta el último momento, incluso cuando, como conciencia intencional que es, ya no se despliega desde sus propias posibilidades, ya no las ve, ya sólo está consigo mismo. ¿Qué significa esto? Sin duda lo siguiente: que ya a medias fuera del mundo, enemistado con él, abandonando su propio proyecto, se pone y se vuelve a poner a sí mismo. Yo soy; no seré, pero soy. ¿Soy qué? Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Yo. (E incluso todo un mundo, que ciertamente carece de futuro y ya ha sido vivido, pero cuyas sombras aparecen todavía, huidizas: un niño en el parque, arrebatado por el frenesí de jugar al escondite; un beso, concedido y dado al joven en la oscuridad de un parque; el coche se aleja de Yellowstone, tras la Roaring Mountain; pero todo aparece ya como lavado y descolorido por el tiempo que lo dejó tras de sí en un abrir y cerrar de ojos.) ¿Quién soy yo? El cuerpo, que también se escapa de entre las manos. Con mayor precisión: el rostro, que es cuerpo y a la vez más que eso. La cara se busca en el espejo cuando alguien va a morir por su propia mano. A menudo se encuentra a las personas que se han pegado un tiro bañadas en su sangre delante del espejo. El rostro se encuentra a sí mismo como rostro: unos ojos, que ahora son cuatro mirándose entre sí con esfuerzo, la boca distorsionada por la angustia. La cara que se reencuentra consigo misma no poseé todavía su Yo. El Yo que ve la cara aún no se ve a sí mismo. Asciende algo parecido al terror, distinto del miedo acumulado en el suicidario. Especialmente cuando se dice a sí mismo: así que eso soy yo. ¿Cómo es que yo soy eso? La vivencia del terror del Yo ante el espejo no es privilegio del suicidario. Se produce también en la vida cotidiana, y raras veces puede ser provocada por decisión propia. En cuanto se produce, tiene el carácter de una caída al abismo. El Yo que mira, fascinado por la imagen del espejo, cae golpeando de un peñasco a otro -y en cada uno de ellos, un nuevo yo- que, no obstante, no ofrecen soporte alguno, de forma que la desesperada caída no finaliza hasta que la persona se reintegra a la vida cotidiana, con un suspiro de alivio, aunque también con la sospecha de haberse empobrecido, de haber perdido por su propia torpeza algo muy valioso. Claro que el estado propicio al suicidio, estado de hastío ante el mundo, de claustrofobia causada por las cuatro paredes que se acercan cada vez más, de los cabezazos contra las mismas, acerca al suicidario siempre de forma opresiva a esta lucha con el espejo. El Yo, se esconda donde se esconda y sea lo que sea, "manojo de sensaciones" o manifestación inmanente del sujeto trascendental, ha llegado al final de sí mismo. Ha negado el mundo y, al hacerlo, se ha negado a sí mismo: debe eliminarse y se siente ya como algo que ha sido, que se está descomponiendo. Entonces intenta por última vez alcanzarse. Cuatro ojos miran fijamente, dos bocas se crispan en una mueca de burla cruel o de inmenso dolor. El Yo, que en tales momentos ya no es cuerpo y apenas es "estar en el mundo", y desde luego que ya no es "avanzar hacia el mundo", tiene miedo: en este momento se ama mucho a sí mismo, acaricia lo que ha sido, no quiere creer que haya hecho las cosas tan mal como para desaparecer así, de manera tan poco honrosa. Pero ahora ya se pierde, se abandona, se vuelve hacia atrás, hacia una serie de fases que ha superado, se dirige a un pálido ser de sombras que ya no es. Toda la conciencia, se dice, es conciencia de algo. Si el Yo del suicidario se pierde en sus recuerdos, es conciencia de ellos. Pura conciencia de sí lo fue antes, al caer; la caída ya tenía algo de masturbación y de muerte.
Algo de muerte, ¡qué candidez! Pues ahora la muerte misma como acto irreversible se presenta ante el suicidario, ante el suicidante -es el resultado final, exitus letalis o salvación, carece de importancia-, ahora es la muerte en cuanto a matarse a sí mismo la cuestión ante la cual una persona se ha de acreditar como bachiller en ser y no ser. Todo lo que acabo de exponer acerca del horror o del espanto en la infructuosa búsqueda del Yo conserva su validez. El espanto es inmenso en cualquier caso, incluso cuando está ausente de la preparación para el suicidio. Pero si éste es llevado a cabo, el horror ante el vacío, el horror vacui ante el enigma del Yo estará atrozmente presente, aunque sea absorbido por el simple y puro miedo a la muerte, por la resistencia desesperada de la naturaleza biológica, completamente externa a la persona. Ante el suicidio somos siempre el cochinillo que es arrastrado al matadero y que chilla como para destrozar el corazón y los oídos. Agua turbulenta en donde nos ahogamos. La mano izquierda estira el cuello mientras la derecha aplica la cuchilla de afeitar. El reventar de la cabeza sobre el asfalto. La asfixia de la cuerda alrededor de nuestro cuello. La abrasante detonación del disparo en nuestra sien. Lo cual no excluye que mientras levantamos la mano sobre nosotros mismos, mientras nuestro Yo se pierde en el acto de aniquilarse a sí mismo y se realiza por completo -quizás por primera vez-, no experimentemos un sentimiento de felicidad desconocido hasta ese momento. Puesto que ahora se ha acabado el existir, el ex-sistere. Ya no tenemos que aniquilar nuestro ser petrificado desde hace tanto tiempo, el Etre de Sartre, a base de salir de nosotros mismos y convertirnos, actuando, en mundo. La náusea en Sartre, la náusea ante el ser que no es capaz de anularse, que, por tanto, no se supera a sí mismo en la permanencia para disolverse íd infinitum en el inundo-, esta náusea también se puede entender de forma completamente opuesta, a saber: como aversión ante el esfuerzo del ex-sistere. Dicho de forma más simple: cuando el bachiller se dice: todo va mal de todas formas, pero a mí ya no me afectará, me importan un bledo la escuela y la vida para la cual uno aparentemente se derrenga trabajando, entonces una cierta paz invade su espíritu. Una paz, ciertamente, donde subyace el miedo: miedo biológico, miedo ante el extremo dolor de la separación, miedo ante el no volver a tener miedo nunca más. Pero también paz; la condición contradictoria fundamental del ser humano, la ambivalencia del "no sólo... sino también" le acompañan hasta su lecho de muerte.
Se pregunta, y yo me lo pregunto a mí mismo, si pudiera existir una hipótesis más general que fuese más allá del hastío de la existencia, para abarcar la voluntad de morir, que es libre, lo repito, también bajo las presiones más insoportables.
Nuestras reflexiones siguen estando fuera del ámbito de la psicología, pero es inevitable que ésta acabe por participar en la descripción de estados de ánimo que son tanto de naturaleza fenomenológica como psíquica, del mismo modo que la fenomenología, según mi convencimiento más profundo, tiene su origen en la disposición psíquica de los fenomenólogos: Husserl, Sartre, Merleau-Ponty eran espíritus inclinados a la introspección, y lo que produjeron fue el conocimiento de sus propios estados psíquicos guiados por la luz esclarecedora y purificadora de la reflexión. Es natural que al reflexionar sobre la muerte voluntaria y sobre la muerte en general nos topemos con Freud, aunque no pretendemos llegar siquiera a sus talones. Más adelante, a medida que avancemos, tendremos que afrontar teorías psicológicas sobre el suicidio. Aquí, cuando aún estamos intentando comprender la disposición a la muerte voluntaria, cuando nos preguntamos cómo se puede explicar el hastío de la existencia y el apartamiento del mundo, tenemos que vernos con la discutida teoría de Freud que sus sucesores, salvo pocas excepciones, rechazaron: la pulsión de muerte. "Lo que sigue ahora es pura especulación, a menudo especulación de largo alcance, que cada cual valorará o desatenderá según su criterio personal", escribió en Más allá del principio de placer (Jenseits des Lustprinzips), la obra que con la hipótesis de la existencia de una pulsión hacia la muerte desató en su tiempo una cierta estupefacción en el campo de la ortodoxia psicoanalítica. Aun cuando no tengamos nada que ver con el psicoanálisis, el concepto de "especulación" nos concierne de forma clara, pues también aquí practicamos la "especulación", "a menudo de largo alcance", tal como reconoce Freud. ¿Acaso podría ser de otro modo? La alternativa no sería más que una esforzada sarta y clasificación de datos y hechos, una nueva interpretación "psicológica" que, ya me pronuncié sobre ello, no puede ser más que ridículamente desproporcionada respecto al acontecimiento. De forma que retornemos la especulación de Freud y llevémosla más lejos todavía y veamos hasta dónde nos ha de conducir.
Es un hecho sabido: la pulsión de muerte es para Freud lo que se opone a las pulsiones de conservación de la vida, lo que tiende a la destrucción, a la destrucción de uno mismo y de los demás. "Nuestra concepción", escribe Freud en Más allá del principio de placer, "fue desde un principio dualista, y lo es hoy más que nunca desde que ya no denominamos los dos términos de la oposición pulsiones del yo y pulsiones sexuales sino pulsiones de vida y de muerte". ¿He de insistir en que esto suena bien a mi oído, que este dualismo se corresponde absolutamente a lo que yo he llamado, por lo menos inicialmente, la contradicción primigenia de la vida, que por tanto la pulsión de muerte, de la cual el psicoanálisis de última hora apenas quiere oír hablar, me parece útil como concepto genérico al que habría que supeditar mi especulación sobre el hastío del ex-sistere? Me parece que se ha desatendido la hipótesis lanzada por el Freud de sesenta y siete años en Más allá del principio de placer: al fin y al cabo existe la muerte voluntaria, que testimonia de forma rotunda su vigencia. Por supuesto que tengo reservas, dudo, intento también añadir elementos de mi propia cosecha. Así, ya el acoplamiento de las palabras "pulsión" y "muerte" deviene una cuestión complicada. Una pulsión no se dirige nunca al vacío, al contrario, nos empuja hacia la exuberancia tropical y prolífera del ser. Es, grosso modo, la "voluntad" schopenhaueriana, voluntad de vida, voluntad de dilatar el yo hacia el mundo. Voluntad, simplemente, de ser. Sin embargo, en el caso de la muerte voluntaria y de la náusea que quizás la precede, quizás incluso la determina, lo que es negado es precisamente el ser hacia el que nos empuja la pulsión. Se ha denominado -fue Eduardo Weiss, discípulo de Freud- "destrudo" a la pulsión de muerte del maestro, con un término latinizante, tendente a la abstracción, y que me parece muy adecuado. Pero aún el furor destructivo y la agresión son claramente elementos de la vida. Sin embargo nosotros nos ocupamos de la muerte: y ésta barre después del acto de destrucción incluso los últimos restos de escombros con su pálida aniquilación. Propongo un concepto que, como creo, corresponde mejor a la realidad de los hechos, aunque posiblemente contradiga toda teoría psicológica: inclinación a la muerte.
Tomemos la palabra como si fuera un jeroglífico. Inclinación es inclinación hacia algo, hacia abajo, ahí aparece el geotropismo, el signo que señala hacia la tierra, a la que pertenecemos. Inclinación hacia algo supone también declinación respecto a otra cosa: a la vida, al ser. Es una actitud, o más bien: una renuncia a la actitud, y en este sentido es algo pasivo. La inclinación hacia la muerte es algo que se sufre, incluso cuando el sufrirla es una forma de huir del sufrimiento de la vida. Es cóncava, no convexa. Pero, ¿acaso la base empírica sobre la que se construye semejante especulación no encuentra su máximo punto de referencia en la muerte voluntaria, un acontecimiento activo en sumo grado? Me corto el cuello. Salto desde la plataforma más alta de la torre Eiffel sobre el macadán de París. Apoyo el frío cañón del revólver sobre mi sien. Acumulo somníferos, escribo cartas de despedida, pongo en marcha mi coche para llegar al lugar donde lanzaré el vehículo y mi persona por el precipicio rocoso con un pequeño movimiento de volante. Anudo la cuerda, aparto el taburete con el pie para quedar así colgando en el vacío y estrangular mis vías respiratorias. O incluso atornillo, tal como el herrero que relata Deshaies, con la mano derecha el tornillo de banco entre cuyas patas descansa mi cabeza, de forma que escucho el ruido que hace el cráneo al quebrarse antes de que todo haya terminado. ¿Acaso todas estas maneras inauditas, violentas, del levantar la mano sobre uno mismo no son pruebas irrefutables del concepto de pulsión frente a mi concepto más suave de inclinación? Estoy tan poco seguro como en su tiempo lo debió de estar Freud cuando hizo pública su especulación para disgusto de sus partidarios. Sería ridículo negar el esfuerzo de decisión que nos exige la muerte voluntaria. Sólo que yo sé por experiencia propia, y después de tomar nota de abundante bibliografía competente, que quizás, y a pesar de la pulsión de vida que actúa por encima de nuestra conciencia hasta el último momento, este esfuerzo es menor de lo que opina quien no está afectado, quien no se inclina hacia abajo. Pues la muerte voluntaria es mucho más que un puro acto de autoaniquilación. Es un largo proceso de inclinarse hacia abajo, de acercamiento a la tierra, una suma de muchas humillaciones que no pueden ser asumidas por la dignidad y la humanidad del suicidario, es, y utilizo una vez más una palabra francesa desgraciadamente intraducible, un cheminement, una progresión sobre un camino que quizás ya estaba trazado, quién sabe, desde el principio. Si no me equivoco, la inclinación a la muerte es una experiencia que todo el mundo podría vivir respecto a sí mismo a condición de estar decidido a buscar sin desfallecer. Está contenida en todo tipo de resignación, en toda pereza, en todo dejarse ir, pues quien se deja ir se inclina ya voluntariamente hacia donde en último lugar está su sitio. ¿Así pues, la muerte voluntaria, contra todo lo que he afirmado audazmente hasta ahora, podría no ser voluntaria? ¿Podría no ser más que abandonarse a una inclinación innata? ¿Podría no ser más que la asunción de la falta de libertad que supone el no ser, dejándonos aprisionar por sus cadenas? No. La inclinación, digo, existe, pero la pulsión a la vida también existe, y quien elige la muerte voluntaria, escoge algo que es más débil que la pulsión de vida. Es como si dijera: ¡desafiemos al más fuerte!, cediendo a la inclinación hacia la muerte en contra de la pulsión de vida. Y si dije que el camino a la muerte voluntaria estaba trazado desde el principio, con esto no pretendo ni puedo querer decir que el suicidante esté libre de la voluntad de ser y de vivir, que no esté condicionado por ella. Uno cena aún, antes de tomarse las pastillas. Concede al necio impulso biológico lo que éste le exige. Sin embargo, allá arriba, en la habitación, donde están las cartas de despedida sobre la mesa con el dinero para la factura del hotel y los barbitúricos reunidos, se inclina y ya no se deja llevar.
La tierra ha de poseerlo, sólo que de forma diferente a como lo entendía el poeta. La idea de ser polvo es tan inquietante como bienhechora. ¿Este bienestar del morir es expresión de un deseo -que Freud interpreta como derivado de la compulsión de repetición de niños y neuróticos- de "regreso", de seguir literalmente "al afán inherente a todo organismo vivo de restablecer un estado anterior"? ¿Pero cuál sería este estado? El inorgánico, a partir del que nos convertimos en organismos por un azar, como dice Jacques Monod, no fue un estado al que nos podamos remitir. La materia no viva no conoce ni experimenta ningún tipo de estado. Nuestra inclinación a la muerte, si es que podemos utilizar este concepto especulativo, no es por tanto un regreso. Y aún menos un futuro. Se dirige hacia la falta de lugar de la nada más nula. Y con estas palabras volvemos a chocar fuertemente contra los límites del lenguaje, que son expresión de los límites del ser.
¡Cuántos parabienes, cuánta honra se pone en juego, se incluye tanto orgullo humano en una acción que en su indescriptibilidad debe también parecer absurda! El principio nihil está vacío, no hay duda, al contrario del principio de esperanza, que incluye todas las posibilidades de la vida, de la grande, intensa, vivida y meditada. Pero no sólo está vacío, sino que también es poderoso, ya que es la auténtica finalidad de todos nosotros. Este poder, poder del vacío, de lo indecible, poder vacío que no es designable mediante ningún signo, ni alcanzable por ninguna especulación, puede ser finalmente el que aquí llamamos, a modo de intento y bien conscientes de la insuficiencia del término, la inclinación a la muerte. Sé que sería más sencillo hablar simplemente de un taedinm vitae y diluirlo en estadios determinables uno por uno, estadios previos al "suicidio", que es el término que se suele emplear. Conflictos ante los que el sujeto cree no estar a la altura. La anomie, este conjunto de condiciones que según Durkheim llevan al suicidio, bajo la influencia de las cuales la acción del individuo respecto a la sociedad queda desestructurada. Todas estas aproximaciones psicológicas, a menudo contradictorias entre sí, a veces bien fundamentadas empíricamente, son revisables siempre y están necesitadas siempre de revisión, de manera que quien lee una serie de escritos relativos al suicidio al final acaba sabiendo menos que antes sobre la muerte voluntaria excepción hecha de un par de datos empíricos, a menudo desmentidos por otros tantos. Sin embargo, está claro que es necesario construir constantemente conceptos suicidológicos y confrontarlos con la totalidad de la experiencia: la psicología es una ciencia seria, a la cual agradecemos importantes descubrimientos, aunque éstos nunca sean definitivos y siempre sean asunto de la sociedad, no del sujeto. Por tanto, es difícil contraponerse a quien prefiere hablar del tedium vitae antes que de una inclinación a la muerte. No se pueden encontrar argumentos convincentes a favor de que la muerte voluntaria sea una inclinación hacia ningún lugar. Sin embargo, quien habla desde el espacio y el habitáculo de lo inmediatamente vivido, quien experimenta la inclinación a la muerte como una dounce immédiate de la conscience, se aferrará a su punto de vista frente al de la ciencia. Recuerdo perfectamente cómo desperté de lo que había sido, tal como me explicaron luego, un coma de treinta horas. Encadenado, atravesado por tubos, en mis dos muñecas aparatos dolorosos acoplados a mí con el fin de alimentarme artificialmente. Expuesto, abandonado a un par de enfermeras que iban y venían, me lavaban, limpiaban mi cama, me ponían el termómetro en la boca, y todo con indiferencia, como si yo ya fuera una cosa, une chose. La tierra aún no me tenía: el mundo me volvía a tener, y yo tenía un mundo sobre el que me tenía que pro-yectar para volver a ser totalmente mundo. Me invadió una profunda amargura frente a todos los bien intencionados que me habían sometido a semejante ignominia. Me volví agresivo. Odié. Y supe mejor aún que antes, yo, que había tenido trato íntimo con la muerte y su variante especial, la muerte voluntaria, supe que me inclinaba hacia la muerte. y que la salvación de la que se enorgullecía el médico se contaba entre las peores cosas que se me habían infringido nunca, lo que no era poco. Ya basta. Mediante una experiencia privada conseguiré convencer tan poco como mediante mi discurso alrededor de la muerte. Por otra parte, quiero dar testimonio más que convencer.
Y todo esto en un marco más general que personal. En el curso de una vida, que se extiende ya de una manera agotadoramente larga, se oyen y se ven tantas cosas que finalmente no se necesitan ya los case histories, tan caros a la psicología científica, como material de apoyo: cada caso que le hizo a uno levantar la mirada y escuchar lleno de miedo en la oscuridad es representativo de muchos otros. Ahí estaba Else G., de treinta y ocho años, doblaba la edad de aquel que la amaba y era correspondido de un modo absolutamente maternal; a la gente le parecía desde ridículo hasta repugnante; a ellos, tan natural como la muerte. Ella siempre llevaba consigo una gran cantidad de pastillas de Veronal, se había hecho imprimir un cuadernillo de recetas con el nombre de un médico inexistente y se firmaba ella misma las recetas según sus necesidades. Se rumoreaba que había tenido varios intentos de suicidio, y éste era un rumor que rodeaba de misterio a su persona. La gente la consideraba una exaltada y no daba fe a sus teatrales inmersiones en el sueño. La mayoría de las veces la dosis era realmente tan insuficiente que incluso un profano, cosa que ella no era en absoluto, tenía que saber que la cantidad de substancia ingerida era insuficiente. La muerte voluntaria formaba parte de su modo de vida, ella misma también lo comentaba a menudo con ironía. Yo nunca creí que sus siempre repetidos intentos fueran en serio. Acabamos perdiéndonos de vista mutuamente. Hasta
que un día llegó la noticia de que Else G. se había envenenado: la habían encontrado muerta en una habitación de hotel en Amsterdam. Amsterdam, envuelta en el viento y la niebla, ciudad de agua y de muerte, bien elegido como escenario para morir, mejor que Venecia. Una vez lo haré, decía siempre la mujer, con un tono de voz incierto y una sonrisa fina y burlona; ahora esto adquiría de pronto el trasfondo de la realidad de Amsterdam. Los suicidólogos dicen que es un gran error no tomarse en serio lo que un suicidario dice en tono de broma. La muerte voluntaria es un obstinado acompañante de la vida, un caballero de negro con el rostro pálido del "hombre de la luna" de Hauff. (Esto ya no lo dicen los suicidólogos, sería poco serio.) Sin embargo, dado que yo mismo soy tan poco serio como lo era Else G. hasta el momento en que, contra su costumbre, elevó al triple la dosis de pastillas, hablo sin ningún tipo de freno del acompañante vestido de negro y pálido como la muerte: que sea imagen y símbolo, imagen de pensamiento, imagen que mueve a pensar en la inclinación a la muerte, hipótesis a la cual no quiero renunciar, a pesar de que la cifra de los que se suicidan realmente no sea más que un pequeño uno en relación con el poder mayoritario de los diez mil que siega la señora de la guadaña. Y dicho sea de paso: las cifras no dicen apenas nada, puesto que, en primer lugar, el suicidario "salvado" a menudo era un suicidante completamente serio en el momento del acto, de forma que la distinción entre los dos conceptos que yo mismo me he visto obligado a utilizar siguiendo a los suicidólogos resulta bastante arbitraria; y en segundo lugar, existen las así llamadas "zonas grises" en las que se amontonan los suicidarios vergonzantes que, acobardados por la lógica de la vida y la sociedad conservadora de la vida, hacen como si el tema no fuera con ellos.
Quien rompe a través del aura de autoprotección que mantiene la especie y cede a la inclinación hacia la muerte, sea porque el échec le venció brutalmente y le vino a decir: eres nada, así que finalmente decídete a no ser; sea porque haya reconocido el échec final de toda existencia y quiera levantar la mano sobre sí mismo, su propia mano, antes de que se levante contra él la mano del cáncer, la mano del infarto, la mano de la diabetes, etc. Quien, por tanto. cede y se abandona lo hará de una forma determinada en cada caso por las circunstancias externas. Maneras de morir. El oficial que vio puesto en entredicho su honor en la mesa de juego o durante un estúpido intercambio de palabras cogerá su arma de fuego. Es asunto suyo, conoce sus mecanismos, su "clic" le es familiar como el cuerpo de una amada. Quien viva cerca de la costa del Mar del Norte entrará quizás andando erguido en el agua, como lo hizo Luis II de Baviera; sabe que con la marea ascendente su capacidad de nadar no podrá vencer a la tumultuosa potencia del mar. El médico y el farmaceútico tomarán veneno. Quien viva en el piso dieciséis de un edificio se sentirá forzosamente tentado por la altura: la profundidad de la caída, que antes apenas percibía puesto que su mirada se extendía sobre la lejanía de la tierra, se convierte ahora en el imán de su doblarse, de su inclinarse hacia su Yo sin sentido. Incluso el horrible modo de morir del herrero con su cráneo aplastado por la presión de los bloques de hierro se vuelve ahora comprensible: ha trabajado siempre con esta herramienta, que sea por tanto la herramienta de su última obra. Lo decisivo para todos ellos, los que se ahorcan, se disparan un tiro, tragan veneno, saltan desde la altura, se introducen en el agua, se abren las venas, es la inclinación hacia la muerte, que lógicamente está subordinada tanto al hastío de la vida como al tediam vitae que se resigna.
Quedan aquellos que no constan en ningún sitio, que ni siquiera se pueden situar hipotéticamente en las zonas grises: se dejan morir sin llevar la contraria, como en otro tiempo los tambaleantes "musulmanes" de los campos de concentración -se tambaleaban porque estaban demasiado débiles como para correr contra el alambre electrificado-, o bien viven de tal modo que aceleran su "ser para la muerte". Si mantiene este ritmo de trabajo se destrozará usted, dice el médico, se lo advierto, es tiempo de descansar. Pero no hay lugar para ello, al contrario, el hombre estira con mayor fuerza las riendas que estrangulan su vida. ¿Y qué pensaba Sartre cuando tomaba hasta veinticinco pastillas de Corydran al día, mientras escribía la Critica de la razón dialéctica? Desde luego que no, no pensaba en la muerte, habría sido una contradicción respecto a sus teorías. Pensaba en su obra, que le permitía salir al mundo, reunir mundo, crear mundo. Pero quizás había algo en él que pensaba en la muerte, quizás se inclinaba cuando pensaba avanzar. Quién sabe. ¿Quién sabe algo sobre los muchos que, contra todo consejo médico, contra cualquier elemental sentido común, viven arrebatando las horas para ser arrebatados ellos mismos tanto más deprisa? El comerciante que abrevia las noches y durante el día persigue las emociones que debería evitar se busca la muerte mediante el trabajo, "por su negocio", "por su familia", tal como se dice. El escritor, que destruye su instrumento de pensar, la cabeza, estimulándose a trabajar con latigazos de alcohol y pastillas, que destruye su corazón fumando un cigarrillo tras otro, realiza "por su obra" lo que es absurdo según la lógica de la vida; un par de colegas dicen después de su muerte, respetuosamente, que ha muerto sobre el campo del honor de los escritores, "por su obra". Es evidentemente imposible contarlos a todos entre los suicidantes. Ni tan sólo quisiera calificarlos de suicidarios. Pero creo que quizás no acaba de ser cierto el sacrificio "por la obra", "por la familia", igual que quizás tampoco es correcto aceptar a los mártires ("de la libertad", "de la fe", "de la patria", "de la causa justa") con tanta simplicidad como nos los ofrece la historia. Más bien voto por tomar en cuenta, incluso en los casos poco claros, la hipótesis de que cedieron a una inclinación hacia la muerte, mientras que para el mundo eran héroes o bien, según la imagen, las famosas "velas que arden por los dos extremos". Se me ocurre un ejemplo que (al mencionarlo) me hará reo de la acusación de blasfemo y que levantará polémica: la muerte en la cruz de Cristo. Si queremos reconocer como figura histórica al rabino Joschua, lo cual es discutible, pero no absurdo, y si no vemos en este combativo profeta del amor al hijo de Dios y al redentor, su terrible muerte se nos aparece como un suicida en puissance, y en cualquier caso diremos que había cedido a la inclinación a la muerte, del mismo modo que lo hace su cabeza, que, inclinada hacia la tierra desde la cruz, se dirige a nosotros de forma conmovedora en cada una de sus imágenes; nos parece como si el crucificado no sólo hubiese clamado a su dios, sin entender que le hubiese abandonado, sino que también hubiese explicado a los hombres: dejad que lo bueno sea bueno, lo malo malo, id a la vuestra, todo da igual.
Sin embargo, hay un factor que crea una distinción absolutamente neta entre los silenciosos quasi-suicidarios que trabajan como para morir en el empeño junto con los héroes y mártires, y el auténtico suicidario o suicidante: los primeros no conocen el momento previo al salto definitivo en su plena intensidad, y lo voluntario de su muerte lo es sólo a medias. El escritor que fuma en cadena no está seguro de que la muerte se le presente en un plazo brevísimo, y además la brevedad de este plazo no se puede experimentar de antemano, incluso en el supuesto de que uno la pudiese cuantificar temporalmente ("No puede durar más de un año, seis meses, tres.") No es obligatorio que el héroe sea alcanzado por la bala enemiga cuando durante el ataque a un carro de combate se lanza con toda evidencia en los brazos de la muerte. El mártir puede ser evitado; incluso al rabí Joschua se le hubiese podido aplicar en el último momento el indulto, a pesar de la masa vociferante que quería ver liberado a Barrabás pero no a él.
El suicidante, sin embargo, muere por decisión propia. El indulto sólo se lo podría conceder él mismo, y desde el momento en que lo rechaza, ya no queda instancia alguna que le pueda robar su libertad: que pueda devolverle a la vida. Es cierto que existe, tal como nos enseña no sólo la suicidología, sino también la experiencia, el "suicidio-ordalía", aquella muerte voluntaria en la que se apela al juicio divino: el suicidario elige un modo de morir (preferentemente los somníferos) que le permite dejar una puerta entreabierta, de forma que los demás puedan llegar a abrirla, es decir, devolverle a la vida. Elsa G. tomaba a menudo pastillas de Veronal, dosificadas de tal manera que la probabilidad del exitus era determinable cuantitativamente con una escala de variables. Concedía a la vida hasta un setenta por ciento de posibilidades, su acto era un juego con el destino hasta el momento en que decidió concluir el asunto definitivamente. Me parece que incluso el "suicidio-ordalía", mientras no se trate de una escenificación teatral claramente reconocible con finalidades de chantaje -y en tal caso el término de suicidio, o de intento de suicidio, pierde toda justificación y ha de ser retirado-, se eleva en su dignidad y carácter voluntario por encima del suicidio silencioso, del "dejarse ir", se eleva también por encima de la muerte del mártir incluida la muerte del profeta en el monte Gólgota. Quien levanta la mano sobre sí mismo es básicamente diferente de quien se entrega a la voluntad de los demás: a éste último le sucede algo, aquél actúa por sí mismo. Es él mismo quien determina el plazo, no puede confiar en intervenciones salvadoras. Tras los últimos monólogos, que quizás tengan lugar ante el espejo donde persigue aún su Yo juzgado y condenado, no para alcanzarlo, sino únicamente para eliminarlo, llega, inexorable, el momento, libremente elegido, en que levanta la mano contra sí mismo. Pero le acontece algo que, bajo diversas apariencias, resulta todavía más inquietante que la caza del Yo: el tiempo. Tendrá lugar a las nueve de la noche (según las estadísticas, la mayoría de suicidios ocurren en las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche). A las nueve, y ahora son las siete, faltan pues dos veces sesenta minutos, cada uno de sesenta segundos; el segundero avanza incansable, ya ha pasado un minuto, dos, tres, cinco, quince pasaron ya, uno puede hacer trizas el reloj, pero no podrá nunca desconectar el silencioso tic-bac del tiempo puro. Y en el lapso que aún queda y que uno se concede todavía -trátese de horas o de pocos minutos- el tiempo es experimentado como tal. Uno lo lleva en sí mismo, es muy relativo lo que dice Freud al respecto de que el subconsciente no conoce el tiempo, que ensarta acontecimientos sin orden cronológico, los mezcla, los invierte. El paso del tiempo siempre está presente: en cualquier caso, en la consciencia, pero también en un espacio interior metafórico, situado más profundamente que todo subconsciente, donde continúa su tictac. Si es verdad que el Yo es mundo y espacio al que se lanza y que proyecta, no es menos cierto que también es tiempo: y este tiempo está más indisolublemente ligado al sujeto que el espacio en el que penetra para ser a la vez Yo y mundo. Es el cuerpo quien percibe el tiempo. Este tiempo del cuerpo ha sido siempre a la vez relativo y absolutamente irreversible. Relativo: el latido del corazón se ha repetido, incansable, la respiración se encadena, sueño y vigilia se suceden, alternándose... se puede llegar a creer que así seguirá por toda la eternidad. Año tras año alguien iba en verano al mismo balneario, un mes de julio semejaba al siguiente, un mes de septiembre era similar al mismo mes del año precedente, la habitación del hotel, precavidamente reservada con antelación, era la misma. El tiempo relativamente irreversible aparentaba no serlo, aparentaba lo contarlo: en 1966 visité el mismo lugar en la costa del Mar del Norte que en 1972, las fechas no significan nada. Y 1978, cuando vaya por la autopista hacia el mismo lugar, será como 1966. Repito que el cuerpo lo sabe mejor. No sólo consigna perverso y fiable aparato registrador, los años, los meses y días, sino cada latido del corazón, ninguno es idéntico al anterior. El corazón se va gastando con cada bombeo de sangre, las venas, los riñones y los ojos se deterioran. En los momentos de súbita, inesperada conciencia del decaer, como los experimentamos todos, el ser humano sabe que es una criatura del tiempo; para ello no hace falta que tenga idea alguna de entropía. En algún momento, el hombre que está a punto de morir experimenta como absolutamente irreversible el tiempo relativamente irreversible que conocemos de la vida cotidiana: mañana tengo que volver a repetir lo mismo, andar los mismos caminos, ver las mismas caras conocidas, y el año que viene también será así. El tiempo, ¡forma de intuición de un sentido profundísimo! Pero ahora este profundo sentido íntimo ha ascendido a la superficie, a la altura de mi Yo. Todavía una hora y media, una pequeña eternidad. Nada. Hablan ahora simultáneamente el cuerpo y el espíritu, el rumor de sus voces se puede oír en el espacio. El cuerpo sabe que dentro de noventa minutos, el tiempo que suele durar una película, ya no será él mismo. Se aplastará sobre el asfalto, se desangrará, su centro respiratorio quedará súbitamente paralizado o caerá en un sueño inquieto que le transformará para siempre. El cuerpo se subleva, ya ahora, y se sublevará aún más salvajemente cuando se le retire su ser. El espíritu -que se me perdonen estos conceptos simplificadores y generales, se imponen cuando el pensamiento alcanza sus límites-, el espíritu da órdenes. Y se rebela a su vez porque es sustraído al tiempo, y porque con ello desaparece todo el tiempo acumulado en él. Recuerda tantas cosas, todo tiene carácter temporal, puesto que el espacio, que no sólo era asunto del cuerpo, sino también suyo, del espíritu, se va a cerrar a cal y canto. Es la muerte voluntaria quien pone fin al espíritu, no hay escapatoria ni esperanza alguna, puesto que es la instancia espiritual quien, en nombre de la dignidad y como respuesta al échec, se ordena a sí misma su autoextinción. El tiempo absoluto, absoluto porque cuerpo y espíritu saben ahora que no se producirán más repeticiones engañosas, se comprime a dos niveles. El recuerdo ligado al tiempo, recuerdo en el presente de tiempos pasados, reúne y concentra su profusión hasta convertirla en un núcleo minúsculo, muy pesado, núcleo del Yo. Sucedieron tantas cosas, incluso en la vida aparentemente más banal. Un trago de cerveza, para apagar el ardor de la garganta seca después de una caminata por la montaña. El coche arrancaba tan mal cuando el tiempo era húmedo, ¿qué coche era? El pequeño, rojo, modelo Anglia, construido en 1967. Y el intenso deseo de dar un salto hacia atrás, hasta aquel mismo año. Son justamente los pequeños acontecimientos los que, como en los sueños, adquieren una importancia extraordinaria y un orden temporal, ahora, cuando el proceso de compresión temporal es sentido como peso, peso del espíritu, peso del cuerpo, y se convierte segundo a segundo en algo cada vez más insoportable. Le temps vocu: aún está ahí, el tiempo vivido, aunque involucionado hasta haber adquirido una dimensión mínima. Pero pronto no será, puesto que su irreversibilidad se va a actualizar y concretar, ya que no es la muerte quien da alcance al suicidario, sino él quien la atrae a su pecho, de manera que todas las puertas por donde podría entrar alguna ayuda están cerradas: donde este peligro se manifiesta, el elemento salvador desaparece. Holderlin. ¿Leído cuándo? Pronto en el tiempo, la fecha precisa no tiene importancia, la sensación de que fue pronto es suficiente. Letemps vécu, de Eugene Minkowski. ¿Leído cuándo? Tarde. Hacia 1967. Y "tarde" dice mucho más que cualquier fecha. Es tarde, tan tarde ya, lo que ha de venir lo sé demasiado bien. ¿Aún una hora? No es ya ninguna eternidad. Se podría revocar todo, romper las cartas de despedida ya preparadas y las instrucciones para la incineración, poner en marcha el coche ante el hotel y volver a emprenderlas con el espacio del mundo, lanzarse hacia afuera. Para sufrir un nuevo échec y otro y otro más. No: aquí se lleva a término una entropía de orden absolutamente privado y acelerada hasta lo demencial. Todavía tres cuartos de hora. El tiempo se desgrana a dos niveles con dos tipos de sonido. Es ahora plenamente absoluto, y es arrancado de su absoluto y convertido en no-tiempo.
Para Heidegger el tiempo es preocupación, la dirección temporal contiene el carácter de preocupación del ser, del Dasein: preocuparse de, preocuparse por. Quien levanta la mano sobre sí mismo no debería pues "tener ya ninguna preocupación" y con ello tampoco ningún tiempo. Sin embargo, por otro lado, experimenta que, justamente porque ya "no tiene tiempo" -sus límites ya están marcados por su voluntad de acabar- el tiempo le pertenece más que nunca. Con cada movimiento de la segundera, el tiempo se vuelve más denso y pesado. Tiene más y más tiempo, cuanto menos tiempo le deja su propia decisión, y con ello tiene cada vez más y más Yo, un Yo, sin embargo, que se presenta como un enigma cada vez más indescifrable, pues, ciego y salvaje con la premura de la persecución de sí mismo, cuanto más lo estrecha contra sí, menos sabe qué hacer con él. El tiempo se almacena en el Yo, lo llena de angustia al contemplar el avance de las agujas del reloj, pesa en el cuerpo que se quiere defender de él, que quiere ser a toda costa, cuando es esto precisamente lo que el espíritu le niega, aquel mismo espíritu que querría perdurar pero que se lo ha prohibido a sí mismo. Incluso el no tener preocupación no es quizás más que una ilusión. Todavía veinte minutos. Finalmente el mundo sigue estando ahí, aunque ya no debiera estar. El miedo es grande. Clamor y estampidos. Tremendas oleadas inundan la cabeza, cuya boca quizás pedirá ayuda a gritos, contraviniendo el mandato del espíritu. Efecto de los somníferos. Desplazarse a trompicones desde la mesa, donde queda todo bien ordenado, hacia la cama. Uno podría caerse, y al caer arrancar el auricular del teléfono, uno se enreda tan fácilmente en los cables. Y el portero de noche vendría a ver si todo está en orden. Sirenas, una ambulancia, hay que evitar cuidadosamente todo esto. Investigaciones recientes en el campo de la física teórica han ido más allá del continuum objetivo espacio-temporal, incluso más allá de la termodinámica, y han definido un concepto de tiempo según el cual el tiempo empezó una vez, algo que nadie acaba de imaginar. Y resulta demasiado extraño como para que uno lo comente o se duela de ello. Quien levanta la mano sobre sí mismo, quien se asesina -"autoasesinarse", es cierto, utilizo por una vez esta palabra horrible-, es señor a la vez que criado del tiempo, de su tiempo, el único que aún le importa, puesto que ahora se encuentra ya en un estado de total ipseidad. Qué me importan mi mujer y los hijos, qué me importan la física y el conocimiento objetivo, qué me importa la suerte de un mundo que se hundirá conmigo. El tiempo apremia y se comprime en un Yo que no se posee. El mundo como temporalidad desaloja al mundo del espacio de la fosa en donde está escondido el Yo. Quien levanta la mano sobre sí mismo no tiene ya oportunidad de aprehender otra cosa que tiempo muerto, de alcanzar otro lugar que el campo de escombros de la propia historicidad, que carecerá tanto más de objeto cuantos más objetos, ruinas de objetos, se amontonen en él. Pero éstos no ofrecen ya ninguna resistencia al sujeto; no se siente movido a dominarlos. ¿Cuántos minutos quedan todavía?
Pero los dados aún no han caído. Quizás aún diez minutos que uno se concede de más. Se dejarían ampliar fácilmente hasta una eternidad engañosa. La dulce tentación de la vida y de su lógica rodea hasta el último segundo al que está decidido a la muerte voluntaria. El cariño necrofílico hacia el cuerpo que va a morir se puede convertir fácilmente en la decisión redentora de abandonar la empresa, de forma que la náusea y la inclinación a la muerte se conviertan en cariño hacia el mundo. La irreversibilidad absoluta del tiempo todavía se podría relativizar: hoy como ayer y anteayer, mañana como pasado mañana, el corazón latiría, un latido seria engañosamente igual al otro, un despertar parecería igual a tantos precedentes y eternamente futuros. Truco de prestidigitador, cuya habilidosa pericia parece realizar lo imposible ante nuestros ojos de mirada fija y estupefacta.
Mais deja le couperet va tomber, d'un instant a l'autre, el verdugo no hace fiesta. Ya sólo cuenta una sola cosa, lo que llamamos dignidad: el suicidario está decidido a ser suicidante, y a no exponerse de nuevo al ridículo de la cotidianeidad alienante o a la sabiduría de psicólogos o parientes, que suspirarán aliviados, pero a duras penas podrán reprimir una sonrisa indulgente. Que así sea, y efectivamente es, la manera no importa. La dignidad instala las boyas luminosas. Fracasar sería el oprobio más imperdonable y más imborrable, un nuevo échec que forzosamente encabezaría toda una larga serie de nuevos échecs. El segundero avanza incansable hacia el minuto de la verdad. El acto se lleva a la práctica. Nadie sabrá considerarlo en su justa medida fuera del Yo encerrado en sí mismo, que quizás encuentre finalmente su propio núcleo. La objetividad mundana intentará diseccionarlo: no será más que un tejido muerto, que manos y cerebros experiementados desmenuzarán con tanta aplicación como ociosidad.