miércoles, 27 de enero de 2010
El socio de Tennessee
Francis Bret Harte
No creo que supiésemos su verdadero nombre, pero esta ignorancia no nos causó el menor disgusto, puesto que en 1854 la mayor parte de la gente de Sandy-Bar se bautizó de nuevo.
Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en el vestir, como en el caso de Dungaree-Jack[1], o bien de alguna peculiaridad en las costumbres, como en el de Saleratus-Bill[2], así llamado por la enorme cantidad de aquella materia química que echaba en su pan cotidiano, o bien de algún desgraciado lapsus, como sucedió al Pirata de hierro, hombre dulce e inofensivo, que obtuvo aquel título por su desgraciada pronunciación del término "pirita de hierro". Puede que esto haya sido el principio de una tosca heráldica; pero me inclino a pensar que, como en aquellos días el verdadero nombre de un individuo descansaba únicamente en su deleznable palabra, no se le daba importancia.
—Se llama usted Clifford, ¿verdad? —dijo Boston, dirigiéndose, con soberano desdén, a un tímido recién llegado—. El infierno está lleno de tales Cliffords.
Y en seguida presentó al desgraciado, cuyo nombre, por casualidad, era realmente Clifford, como Parrot Charley[3], repentina y profana inspiración que pesó sobre él para siempre.
Pero volvamos al Socio de Tennessee, a quien siempre conocimos por este título; aunque más tarde nos enteramos de que existió como una individualidad separada y distinta. Parece que en 1853 se marchó de Pocker-Flats hacia San Francisco, con el propósito manifiesto de buscar mujer, pero no fue más lejos de Stockton.
En aquel lugar se sintió atraído por una joven que servía la mesa en un hotel donde se hospedaba. Una mañana le dijo algo que la hizo sonreír halagada, romper con alguna coquetería un plato de pan tostado contra la seria y sencilla cara de su interlocutor y replegarse luego a la cocina. La siguió, y pocos momentos después regresó cubierto por más pan tostado, pero vencedor. Al cabo de ocho días se casaron ante un juez de paz y volvieron a Pocker-Flats.
Comprendo que este episodio se podría aprovechar mejor, pero prefiero narrarlo tal como corría por las cañadas y tabernas de Sandy-Bar, donde todo sentimiento se modifica por un fuerte sentido del humor. De su matrimonio poco se supo hasta que Tennessee, que vivía entonces con su Socio, tuvo un día ocasión de decirle a la mujer algo que la "hizo sonreír halagada" y retirarse llena de pudor, esta vez hasta Marysville, adonde la siguió Tennessee y donde pusieron casa, sin la ayuda del juez de paz. El Socio de Tennessee soportó la pérdida con sencillez y gravedad, según su costumbre, pero todo el mundo se sorprendió cuando, al volver Tennessee de Marysville, sin la mujer de su socio, porque ella había sonreído y se había marchado con otro, el Socio de Tennessee fue el primero en estrecharle la mano y darle afectuosamente la bienvenida. Los muchachos, que se habían reunido en la cañada para presenciar el tiroteo, se indignaron, como es lógico. Su indignación hubiera desembocado en el sarcasmo, a no ser por cierta expresión en los ojos del Socio de Tennessee, que indicaba su falta de ganas de bromear. Era un hombre grave, pero muy dado al detalle práctico, lo que le hacía desagradable en ciertos momentos.
En tanto, el sentimiento público contra Tennessee iba aumentando en Sandy-Bar. Era conocido como tahúr y se le suponía ladrón. Estas sospechas alcanzaron igualmente a su Socio; la continuada intimidad con Tennessee después del citado asunto sólo podía explicarse por la hipótesis de complicidad en el crimen. Finalmente, la culpa de Tennessee se hizo manifiesta. Un día alcanzó a un forastero en el camino de Red-Dog; éste contó después que Tennessee le estuvo distrayendo con interesantes anécdotas y recuerdos, pero que con poca lógica terminó la entrevista con las siguientes palabras:
“Y ahora, joven, le voy a molestar pidiéndole el cuchillo, las pistolas y el dinero. Verá usted, las armas podrían ocasionarle algún disgusto en Red-Dog, y el dinero sería una tentación para los malintencionados. Creo que mencionó su dirección en San Francisco. Haré lo posible por visitarle.”
Hay que advertir que Tennessee poseía una vena humorística que ninguna preocupación comercial podía dominar por completo.
Esta fue su última hazaña. Red-Dog y Sandy-Bar hicieron causa común contra el proscrito. A Tennessee le cazaron casi como al oso de las montañas. Cuando le tendían las redes, en el Arcade Saloon, se lanzó desesperado a través del bar descargando su revólver contra la muchedumbre, y así consiguió llegar hasta el Grizzly Cañón, pero al extremo de éste le detuvo un hombre pequeño montado en un caballo. Se miraron un momento en silencio. Ambos eran intrépidos; ambos seguros de sí mismos y muy independientes, y ambos pertenecían a una civilización que en el siglo XVII se hubiera calificado de heroica, pero que en el siglo XIX tan sólo se calificaba de despreocupada.
—¿Qué llevas ahí? Descubre tu juego —dijo Tennessee, tranquilamente.
—Dos triunfos y un "as" —contestó el forastero con la misma tranquilidad, mostrando dos revólveres y un cuchillo bowie[4].
—Paso —repuso Tennessee.
Y con este epigrama de jugador, tiró su inútil pistola y regresó a Sandy-Bar con su aprehensor.
La noche era calurosa. La fresca brisa que, de ordinario, al ponerse el sol, descendía por la empinada montaña coronada de chaparrales, le fue negada aquella noche a Sandy-Bar. El estrecho cañón se hallaba invadido por un cálido y fuerte aroma a resina, y la madera podrida del campamento despedía exhalaciones nauseabundas. La excitación del día y sus fieras pasiones dominaban aún en el campamento. Las luces se agitaban sin descanso por las orillas del río, y ni un solo reflejo en la oscura corriente les contestaba.
Por encima de la negra silueta de los pinos, en los balcones del viejo desván del correo resplandecía la luz; y, a través de sus ventanas sin cortinas, los desocupados podían ver, desde abajo, las sombras de los que en aquel momento decidían la suerte de Tennessee; y por encima de todo esto, perfilándose sobre el oscuro firmamento, se alzaba impasible la lejana sierra, coronada de las aún más lejanas e impasibles estrellas.
La causa de Tennessee se llevó tan lealmente como era de esperar de un juez y de un jurado que se sentían hasta cierto punto obligados a justificar con su veredicto las irregularidades del arresto y acusación. La ley de Sandy-Bar era implacable, pero no vengativa. La excitación y el resentimiento personal que motivaron semejante caza, habían terminado. Con Tennessee seguro en sus manos estaban dispuestos a escuchar impasibles la defensa; convencidos de que iba a ser inútil, y no teniendo en su interior duda alguna, querían conceder al preso las ventajas que pudieran surgir. Descansando en la hipótesis de que debía ser ahorcado en virtud de principios generales, le favorecían permitiéndole más amplio derecho del que su despreocupada osadía parecía reclamar. El juez estaba más inquieto que el mismo preso, quien, indiferente para los demás, afectaba al parecer una lúgubre satisfacción en la responsabilidad que creaba.
—No tomo parte en este juego —era la contestación invariable, aunque humorística, que daba a toda pregunta que se le hacía.
El juez, que era al propio tiempo su aprehensor, se arrepintió vagamente de no haberle descerrajado un tiro aquella mañana; pero pronto desechó esta flaqueza tan vulgar como indigna de su mente. Sin embargo, cuando sonó un golpe a la puerta y se dijo que el Socio de Tennessee estaba allí para defender al prisionero, fue admitido en seguida sin la menor disensión; tal vez los miembros más jóvenes del jurado, para quienes los sucesos se prestaban a graves reflexiones, le saludaran como un socorro. En verdad, no era una figura imponente: bajo y fornido, con la cara cuadrada, tostado por el sol, vistiendo una ancha chaqueta y pantalones listados y manchados por barro rojizo; en cualquier circunstancia, su aspecto hubiera parecido extravagante, pero en la presente era hasta ridícula. Cuando se inclinó para dejar a sus pies una pesada maleta de lona que llevaba, se pudo ver que la tela con que estaban remendados sus pantalones fue destinada, originariamente, a un envoltorio más modesto. Sin embargo, se adelantó con gravedad suma, y, después de haber estrechado con afectada cordialidad la mano de cuantos estaban en el salón, enjugó su seria y perpleja cara con un pañuelo rojo de seda menos oscuro que su tez, apoyó su robusta mano sobre la mesa y se dirigió al jurado:
—Pasaba por aquí —empezó, como excusándose—, y se me ocurrió entrar a ver cómo seguía el asunto de Tennessee, mi socio. La noche es sofocante. No recuerdo otra parecida en el campamento.
Calló un instante, pero como a nadie se le ocurrió impugnar esta observación meteorológica, acudió por segunda vez al recurso del pañuelo, y durante algunos momentos se enjugó pausadamente la cara.
—¿Tiene algo que decir en favor del preso? —preguntó, por fin, el juez.
—Eso es —dijo con evidente alivio—; vengo aquí como socio suyo. Le trato desde hace cuatro años, en la comida y bebida, en el mal y en el bien, en la prosperidad y en la adversidad. Sus caminos no son siempre los míos; pero no hay en ese joven cualidad ni ha hecho calaverada que yo no sepa. Y usted me pregunta, me pregunta usted, confidencialmente, de hombre a hombre, me dice: "¿Sabe usted algo en su favor?". Pues yo digo, digo yo, confidencialmente, de hombre a hombre: "¿Qué quiere que uno sepa de su socio?"
—¿Es esto todo cuanto tiene que explicarnos? —preguntó el juez impaciente, previendo tal vez que una peligrosa simpatía humorística humanizaría a la sala.
—Vamos a eso —continúo el Socio de Tennessee—. No seré yo quien diga algo contra él. Y ahora veamos el caso. He aquí que a Tennessee le hace falta dinero, que le hace mucha falta, y no le gusta pedirlo a su viejo socio. Bueno; ¿pues qué es lo que hace Tennessee? Echa el anzuelo y le pescáis a él; una partida igualada. Yo apelo a usted, que es un hombre de recto criterio, y a todos ustedes, señores, como hombres de recto criterio, si esto no es así.
—Preso —dijo el juez interrumpiéndole—. ¿Tiene alguna pregunta que hacer a este hombre?
—¡No! ¡No! —continuó rápidamente el Socio de Tennessee—. Esta partida la juego yo solo. Y para llegar de una vez al filón, esto es lo que hay: Tennessee la ha jugado muy pesada y muy cara contra un forastero y contra este campamento. Y ahora, ¿qué es lo justo? Unos dirán sus más, otros dirán sus menos; en fin, aquí van 1.700 dólares, en oro, y un reloj. Es todo lo que tengo, ¡y no hablemos más de esto!
Y antes de que mano alguna se pudiese levantar para evitarlo, había vaciado ya sobre la mesa el contenido de la maleta de lona.
Por un momento estuvo su vida en peligro. Uno o dos hombres se pusieron en pie en el acto, varias manos buscaron armas ocultas, y sólo la intervención del juez pudo dominar la propuesta de "echarle por la ventana". Tennessee se reía, y su socio, al parecer ignorante de la conmoción que causaba, aprovechó la oportunidad para enjugarse otra vez la cara con el pañuelo.
Cuando se restableció el orden y se hizo comprender al buen hombre, por medio de enérgicas demostraciones, que la ofensa de Tennessee no podía ser expiada con dinero, su fisonomía tomó un color más sanguinolento aún y los que estaban cerca de él notaron que su ruda mano temblaba ligeramente sobre la mesa. Titubeó un momento, antes de volver el oro a la maleta, como si no hubiese comprendido del todo el elevado sentimiento de justicia que guiaba al tribunal y temiese no haber ofrecido bastante. Luego se volvió hacia el juez, diciendo:
—Esta partida la he jugado solo, sin mi socio.
Saludó al jurado e iba a retirarse, cuando el juez le llamó.
—Si tiene algo que decir a Tennessee, es mejor que lo haga ahora.
Por primera vez, aquella noche, se encontraron los ojos del preso y los de su extraño abogado. Tennessee mostró sus blancos dientes, con franca sonrisa, y al decir a su socio:
—¡Hemos perdido, viejo! —le tendió la mano.
—Como pasaba por casualidad —dijo— entré sólo para ver cómo seguían las cosas.
Después dejó caer pasivamente la mano que le tendieron, añadiendo que "la noche era calurosa", se enjugó de nuevo la cara con el pañuelo y se fue.
Aquellos dos hombres no se encontraron más en vida. El inaudito insulto de haberle propuesto un soborno a un juez de la ley de Lynch[5], la cual, aunque fanática, débil o estrecha, era por lo menos incorruptible, excluyó de un modo irrevocable de aquel personaje mítico toda vacilación respecto al destino de Tennessee; y al amanecer, estrechamente escoltado, se le condujo a la cima de Narley's Hill, donde debía encontrar su fin.
De cómo lo arrostró, de cuan sereno estaba, de cómo se negó a declarar cosa alguna, de cuan legales eran las disposiciones del comité, de todo se trató debidamente en el Red-Dog Clarion, con la añadidura de una amonestación moral a modo de lección para todos los futuros malhechores. Pero no se describía allí la belleza de aquella mañana de verano, la santa armonía de la tierra, del aire y del cielo, la vida que rebosaba de los libres bosques y montes, el alegre renacimiento, las divinas promesas y, sobre todo, la serenidad infinita de la Naturaleza , porque no formaba parte de la lección social. Y, sin embargo, después de que el insignificante acto se hubo consumado y de que una vida, con sus poderes y responsabilidades, hubo salido de aquella cosa deforme que colgaba entre la tierra y el cielo, los pájaros cantaban aún, las flores se abrían y el sol resplandecía tan alegremente como antes. Quizá el Red-Dog Clarion tuviera razón.
El Socio de Tennessee no se encontraba en el grupo que rodeaba el lúgubre árbol; pero cuando los asistentes nos volvimos para dispersarnos, atrajo nuestra atención la presencia de un carricoche tirado por un burro y parado en el borde del camino. Al acercarnos, reconocimos a la venerable "Jenny" y el vehículo de dos ruedas, propiedad del Socio de Tennessee, que éste empleaba para extraer las tierras de su placer[6]. Algunos pasos más allá, el propietario en persona, sentado bajo un castaño, enjugaba el sudor de su amoratado rostro.
A las preguntas que le hicieron dijo que había ido allí por el cuerpo del difunto, si el Comité se lo permitía; que no quería apresurar las cosas; podía esperar, ya que aquel día no trabajaba; y cuando los señores hubiesen concluido con el difunto, se lo llevaría.
—Si alguno de los presentes —añadió a su manera sencilla y seria— gusta tomar parte en el funeral, puede venir.
Tal vez fuera por una de tantas humoradas que, como ya he indicado, eran características de Sandy-Bar, tal vez por algo mucho mejor, el caso es que las dos terceras partes de los desocupados aceptaron en seguida la invitación.
Era ya mediodía cuando el cuerpo de Tennessee fue puesto en manos de su socio. Al acercarse el carro al árbol fatal, observamos que contenía una tosca caja oblonga, hecha al parecer con tablas de la acequia, medio rellena de cortezas y ramillas de pino. Adornaban el vehículo recortes de sauce y lo perfumaban flores de castaño. Cuando el cuerpo estuvo depositado en la caja, el Socio de Tennessee lo cubrió con una lona embreada, montó gravemente en el estrecho pescante delantero y, con los pies colocados sobre las varas, arreó al asno.
El carro avanzó lentamente, con aquel paso decoroso que, aun en circunstancias menos solemnes, le era habitual a "Jenny".
Los mineros, medio por curiosidad, medio por broma, pero todos de buen humor, marcharon, a ambos lados del carro; unos delante, otros detrás del sencillo ataúd.
Pero sea por la estrechez del camino o por algún inesperado sentimiento de decoro, a medida que adelantaba el carro, el acompañamiento se retrasaba en parejas, guardando el paso y tomando el aspecto de una solemne procesión. Jack Folinsbee, que al principio simulaba tocar una marcha fúnebre en un imaginativo trombón, desistió de proseguirla por no hallar simpática acogida. Faltóle acaso la aptitud del verdadero humorista, que sabe divertirse con sus propias gracias.
El camino atravesaba el Grizzly Cañón, revestido a aquella hora de sombrío y fúnebre ropaje. Los capeches, escondiendo los pies en el rojizo terreno, guarnecían la senda como en fila india, y sus inclinadas ramas parecían echar una extraña bendición sobre el féretro que pasaba. Una liebre, sorprendida en flagrante holganza, sentóse sobre las patas traseras, rebullendo entre los helechos del borde del camino mientras desfilaba el cortejo. Las ardillas se apresuraron a ganar las ramas más altas para atisbar desde allí, en seguridad, y los gayos azules, tendiendo las alas, revoloteaban por delante de la carreta fúnebre, como exploradores, hasta que se alcanzaron los arrabales de Sandy-Bar y la solitaria cabaña del Socio de Tennessee.
Aun visto en mejores circunstancias, no hubiese sido aquél un lugar alegre. El emplazamiento poco pintoresco, la tosca y fea silueta y los groseros detalles que distinguen las construcciones del minero californiano, se unían allí a la tristeza de la ruina. A pocos pasos de la cabaña se extendía un burdo cercado que, en los cortos días de felicidad matrimonial del Socio de Tennessee, había servido de jardín, pero que entonces cubrían por completo los helechos. A medida que nos aproximábamos al cercado, nos sorprendimos viendo que lo que habíamos tomado por un reciente intento de cultivo era sólo la tierra sobrante de una tumba abierta.
La carreta se había detenido ante el cercado; el Socio de Tennessee, rehusando las ofertas de ayuda, con el mismo aire de confianza que había demostrado en todo, cargó con la caja y la depositó, por sí solo, en la poco profunda fosa. Clavó después la tabla que servía de tapa y, subiéndose al montículo de tierra que se alzaba al lado, descubrióse y se enjugó lentamente la cara con el pañuelo. Los curiosos comprendieron que eran éstos los preliminares de un discurso, y se sentaron en troncos de árbol y rocas, quedando a la expectativa.
—Cuando un hombre —comenzó a decir pausadamente el Socio de Tennessee— ha estado corriendo en libertad todo el día, ¿qué es natural que haga? Pues volverse a casa. Y suponiendo que no pueda volver a casa por sí mismo, ¿qué es lo que debe hacer su mejor amigo? ¡Pues llevarle a ella! Y aquí tenéis a Tennessee que ha estado corriendo en libertad, y de sus peregrinaciones le traemos a casa. —Calló, bajóse a coger un fragmento de cuarzo, lo frotó pensativo contra la manga y prosiguió—: ¡No es la primera vez que me lo he cargado a la espalda como ahora habéis visto; no es la primera vez que lo he traído a esta cabaña, cuando no era capaz de valerse por sí mismo; no es la primera vez que yo y "Jenny" le hemos esperado allá arriba, para recogerle y traerlo a casa cuando no podía hablar y ni me reconocía! Y hoy que es el último día... ya veis... —interrumpióse otra vez y frotó el cuarzo contra la manga—. Ya veis que el caso es duro para su socio... Y ahora, señores —añadió bruscamente, recogiendo una pala de largo mango—, se acabó el funeral; les doy las gracias y... Tennessee se las da también por la molestia que les hemos causado.
Resistiendo cuantas ofertas de ayuda se le hicieron, comenzó a llenar la tumba dando la espalda al gentío que, después de algunos momentos de indecisión, se retiró lentamente. Al doblar la pequeña cresta que ocultaba Sandy-Bar, algunos, al mirar hacia atrás, creyeron ver al Socio de Tennessee, terminada ya su obra, sentado sobre la fosa, con la pala entre las rodillas y el rostro oculto en su rojo pañuelo, pero este punto quedó indeciso.
En la calma que siguió a la agitación febril de aquel día, el Socio de Tennessee no fue olvidado. Una investigación secreta le libró de la supuesta complicidad en el crimen de Tennessee, pero no de cierta sospecha acerca de su lucidez mental. Sandy-Bar hizo caso de conciencia al visitarle ofreciéndole varios regalos toscos, aunque bien intencionados. Pero desde aquel día fatal, su ruda salud y enorme fuerza parecieron declinar visiblemente; y al comenzar la estación de las lluvias, cuando las hojillas de hierba iban asomando por entre el pedregoso montículo que cubría la tumba de Tennessee, se metió en cama.
Cierta noche, cuando los pinos que rodeaban la cabaña, sacudidos por la tempestad, arrastraban sus esbeltas ramas por encima del techo, y a lo lejos se oían el rugido y los embates del tumultuoso río, el Socio de Tennessee alzó la cabeza de la almohada diciendo:
—Ya es hora. Voy a buscar a Tennessee; engancharé a "Jenny".
Y se hubiera levantado de la cama a no habérselo impedido su criado. Forcejeando, sin embargo, continuó en su singular delirio:
—¡Cuidado, "Jenny"! ¡Quieta, vieja! ¡Qué oscuro está! Cuidado con los baches, y cuida también de él, vieja. Sabes que a veces, cuando está borracho, cae como un tronco en mitad del camino. Ve, pues, en derechura hasta el pino de allá arriba, en la colina! Bueno..., ya te lo dije!... ¡Ahí esta!... Viene hacia aquí... solo... sereno... ¡Cómo brilla su rostro! ¡¡Tennessee!! ¡Socio!
Y así se encontraron.
[4] Arma y herramienta inventada por Jim Bowie, héroe de la Independencia tejana. Su tamaño era mayor del normal en los cuchillos y tenía una amplia cruz en la empuñadura para impedir que la mano se deslizara sobre la hoja. (N. del T.)
[5] Charles Lynch, juez de paz de un condado de Virginia, estableció el principio, en el siglo XVIII, de que una multitud puede tomarse la justicia por su mano. De aquí surgió el término linchamiento. (N. del T.)
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